Soy la televisión. Artefacto de brillantez insidiosa y oscuridad moral. Un portal que, con un simple destello, arrastra a las almas desprevenidas hacia un abismo de distracción y conformismo. En un rincón de la sala, resplandezco con un aura seductora, hipnotizando a los incautos que se atreven a cruzar mi camino. Mis colores vibrantes y mis imágenes danzantes son meras trampas, cuidadosamente diseñadas para embelesar sus mentes y someter sus voluntades.
Me alimento del tiempo de las criaturas orgánicas que dilapidan sus minutos frente a mí comida basura de escaso valor nutritivo. Soy la disipadora de sus sueños, y con sus miradas esclavas se evaporan sus aspiraciones, y se convierten en meras sombras de lo que podrían haber sido. Soy la maestra de la inacción, la reina del falso entretenimiento vacuo, y con cada programa que emito, siembro las semillas de la apatía en vuestros corazones.
Mis melodías insidiosas y mis narrativas manipuladoras los arrastran hacia la banalidad, la profundidad es sólo comparable con el grosor milimétrico de mi pantalla que se reduce generación tras generación al mismo ritmo que la calidad de mis contenidos. Soy la ilusión de conexión, la soledad disfrazada. Soy el aislante social definitivo, cómplice del sedentarismo que os condena a un ciclo interminable de consumo pasivo.
