Heterocósmica

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Cíclope Bizco
Mulá
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Registrado: 13 Ene 2004 03:43

Heterocósmica

Mensaje por Cíclope Bizco »

Cobijados en una geoda, al resguardo de los rabiosos zig-zags de luz y los caños trenzados de agua, unos chiquillos opuestos como el hielo al magma prestan nula atención a los chaparrones de una persona, de veras, acabadamente decrépita.

—Cuando las nubes se enfadan, se tiran de las cabelleras con furia durante una marea, un día o una estación hasta que su cráneo de los cielos se queda bien calvo, reluciente y azulón.— Meneó la ganchuda napia y su mentón de diente de morsa desaprobando los pellizcos de Mantillo a la feúcha Madreperla.

El techo cuajado de cuarzos del color de la sangre, el musgo, el humo, el océano, la corteza, el ocaso y el amanecer, reverbera sobre la lumbre que arde al fondo de la caverna y la devuelve en indefinidas facetas de los presentes: un leñoso arbusto canoso y una docena de brotes cercando desde todas direcciones el calor.

—Zfin, ¡Zfin!—recitó silbando, dirigiéndose a la persona anciana, la despaletada y ojerosa Escarcha— En el Oezte, loz nunbarronez no zon del todo negroz, el Primer Aztro eztá turbio como una carpa en una laguna cazi zeca, pero aún llamea.—Ahora volviéndose hacia los demas chiquillos con sus iris blancos, moteados de azul como la escarcha y esperando alguna mano que se apoyara sobre su cabeza en señal de refuerzo; fueron no menos de siete esta vez.— Ez temprano Zfin, no quiero... ¡no queremoz dormir! Cuentanos una zfábula, me guztan mucho aunque luego me la tengan que ezplicar loz mayorez.

Escarcha echó una mirada rellena de teatro y ávida al carcaj repleto de gordas bayas, ácidas y muy dulces a la nariz, que colgaba en el hombro sin carnes de Fin; sin atreverse a pedir de boca lo que sus ojos roían babosamente. Otros la imitaban.

—Camada granujienta, está bien, qué cosa mejor... Dame tu brazo Pleamar, primero la cena.— Más alto que el crepitar de la fogata y más bajo que el tronar de los relámpagos, justo como el chasquido de ramas despedazadas por el vendaval, Fin se levantó con la ayuda del brazo, crujiendo, matraqueando y con la molestia del ejercicio físico. Sostuvo el carcaj entre los muslos flácidos y agarró una baya muy madura y especialmente esférica entre el pulgar y el índice haciendo de catapulta.—¡Aquí te sirvo el postre, Mantillo cenutrio! Pleamar toma jugo de fruta a ver si te endulzas y se te pone un brazo de muchachita; ¡Escarcha, chúpate esta que tienes menos dientes que un carcamal!

Y así, uno a uno, vaciando el carcaj a cada insulto a cada grosella, mora, arándano y frambuesa, fue espachurrando los proyectiles contra los pechos lampiños, los hombros robustos y endebles, los párpados sesgados, los amplios, los ojos verdes, lila y negros y el zumo les chorreaba por la piel tiznada y de leche, pecosa y en uno olivácea. Todos trataban de coger la pulpa con los dedos y llevárselo a la boca y enjugaban el zumo con su abundante melena hirsuta y negra, ondulada y rubia, crespa y naranja, lacia y castaña a modo de absorbente capa. También reían como hienas destetadas.

—Ahora que sois una floresta cenagosa y recubierta de resina, espero que mis tábanos de educación se os queden bien pegados a la chola.—Se carcajeó entre dientes y no dejó de admirar el modo en que Raíz se golpeaba la mollera dolorosamente intentando espantar a una jauría de mosquitos provenientes de una liebre muerta hace demasiados días.— Esta noche os voy a narrar la más fabulosa de las historias jamás contadas por mí, la de tu vida, la de ellos, de la de esta niña desdentada y esmirriada de aquí y la mía, incluso la mía y la de todos nosotros.

Los niños, todos a una, como un campo de girasoles tomaron asiento cada uno en un segmento de la curva del toroide cristalino que rodeaba la desnutrida candela; ansiosos, ilusionados. Fin volvió a su respaldo de un cuarto de esfera de cuarzo, en la cabecera del toroide. Casi como si la geología hubiera tenido como propósito guarecer de la tormenta a este clan tan desigual. Su improvisado sitial, cuando alguien lanzó otro leño a la fogata, relumbró crepúsculos a la caras de la camada, el pelo se trastocó en hilo de araña y sus arrugas enfrentadas a la lumbre crearon una máscara de sombras, tan vasta y detallada como decenas de valles al alba contemplados a vista de cóndor. Fin se apretó con tiento la cadera y con la otra mano la cabeza, como si recordara una tortura inmensa y comenzó a relatar con esa voz bronca y aflautada, entre el hombre y la mujer, sin que nadie, todavía hoy, lo determinara con certeza.

—Existe el comienzo y existe el final, uno se pare, el otro se crea. Hoy no hay nada de esas fábulas que os maravillan y hacen poneros la mueca de un mono harto de bananos; ni la manada de elefantes que cabalgará Delta, tampoco sobre los cinco esposos y mil collares que lucirá Madreperla, de nadie, sólo mi día y cómo mi día ya declina, será de cosas que sucedieron mucho antes que parieran al más hombre de vosotros.— Se oyeron varios «pssé» de chasco, pero alguna cosa en la función de Fin durante esta tempestad, les decía por instinto que iba a ser fundamental durante el resto de sus vidas. Callaron, asintieron, aguardaron.

»Así como el feto se desmembra de la placenta, la vida, lo mutable y por ende el Universo lo hacen del Caos. Y este eternamente está preñado, a cada instante, un ángulo se une a una arista, el círculo se cuadra y en una suerte de espasmo infinito, que realmente no existe, sus entrañas revientan. ¡Abortos del Cosmos! Ojalá, espantos, todos fuesen engendrados fríos-negros-muertos. Los que viven, tarde o temprano, sin seso y con la sazón de completarse mastican, cazan y sólo luego, masacran, olfateando conciencias, desde los despojos de su crisálida de galaxias y más allá de la dimensión común de la Madre, puérpera del TODO.

Las mentes de doce tiritaron, las espaldas frígidas, pesadas e inexorables como un glaciar. La liebre muerta los roía a todos hasta el tuétano entre alaridos ratoniles, las estalactitas de cuarzo se resquebrajaban para dar salida a mantis diabólicas con ojos prismáticos de estrellas, el denso pelo blanco de Fin se trenzaba en una telaraña que cubría toda la geoda y Fin los ahogaba vivos como tiernos capullos imberbes. Los doce cavilaban en alguna de estas truculentas variantes y el secretamente cobarde, Mantillo, en las tres. No comprendieron nada, pero aún así, percibieron la vibración inconsciente del horror.

»Caguetas, cachorros de hombre, tembláis como unas tetas con un arco recién disparado. En esta caverna somos doce lactantes y un que-viene-un-cadaver majareta, ¿coméis gusarapos cuando hay a un tiro de piedra una manada de elefantes de pelo? Nuestro clan tiene de crecer muchísimo para que les resultemos apetitosos y aún, si no aprenden a zurcir agujeros negros y a usar los soles como botones, jamás seremos presentables para otros buenos hijos del Caos. Quizás nos ayuden o quizás nos vendan.

Algunos párpados ondeaban pupila arriba, pupila abajo, como un tronco podrido a la deriva del pensamiento. Otros, sin embargo, eran lechuzas hambrientas.

»Ya soy más calavera que humano, una vez creí saberlo todo mas me desperté un día de ese sueño y todo lo que supe en humo se convirtió. Hay sueños preciosos que tratas de retener, y lo consigues, pero al pasar los días de sueño no hay nada y sí demasiado de ensoñadora especulación. Yo sé quién hizo este suelo, este mar y este cielo, pero maldigo la memoria que no me dice donde habita ese maravilloso ser, ni su hechura ni designio. Yo lo conocí y eso me tortura; acaso únicamente las notas de la construcción de una suerte de palacio: columnas de hexaedros, incienso espirulado, palmeras en φ, pórticos como seis veces la complexión de un hombre sin contar la cabeza, rosetones de π, nave de parábola, coloides de jalea en el vino, trono de prismas... Que mi casa sea perfecta como el mundo y mis bestezuelas lo chafarán y en su habilidad para agrandar , ¿o era enmendar?, las torpezas su grandeza estará. De veras que no lo consigo recordar.

—¿Ez que no zabez nada máz de eze maravillozo zer Zfin? ¿Era como nozotroz o algo normal con cuernoz, plumaz y trompa?— inquirió Escarcha que pertenecía al grupo de las lechuzas hambrientas, esta en especial nival y de pico tronchado.

—Sin duda no tengo ni pajolera idea si hablaba, bramaba, cacareaba o incluso barritaba. Tampoco sé que clase de huella dejaba en el barro, tampoco si tuviera sangre caliente o siquiera sangre en las venas. Lo entendía y punto.—Fin frunció los labios con un movimiento que sugería un puño aferrándose a una liana.— Sólo sé que antes de sus bestezuelas, plantó forraje para toda una eternidad y cuando hubo verde en abundancia, se dedicó a criar a estas y exclusivamente cuando tuvo a todas estas atiborradas, de verde y bestezuelas creó al primer hombre y la primera mujer.

—¿¡Zfin, Zfin!? ¿Y quienez zon ezoz? ¿Ezos croan, verdad?—preguntó soliviantada Escarcha.

—Sí, acertaste, sobre todo bajo las mantas de su tipi. Y más de media docena de veces los he pillado en el lecho del río retozando como nutrias en celo. ¡Son tu padre y tu madre!...Bueno, los de todos vosotros, camada granujienta.

Había bocas abiertas de par en par, sin saberse si del asombro o del bostezo general. La mayoría se acurrucaron entre ellos, algunos satisfechos de la historieta de Fin de esta noche y otros no tanto. Al poco rato, se rompió la familiaridad del primer ronquido con uno de los farfulleos de Fin.

—Lo que aún no me explico es una cosa. Si nosotros comemos verde, bestezuelas que se alimentan del verde y bestezuelas que jaman otras bestezuelas, ¿a quién diantres espera servirnos de entremés, ese maravilloso ser, cuando estemos atiborrados?

Imagen

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Para Lenina, un admirador.

Que sepas que no me he vuelto a desencasquetar los tirantes desde entonces.
Al pasar Nueva Orleans dejo atrás sus lagos iridiscentes y luces de gas amarillo pálido | pantanos y estercoleros | aligátores arrastrándose sobre botellas rotas y latas | moteles con arabescos de neón | chaperos desamparados que susurran obscenidades a la gente que pasa.

Nueva Orleans es un museo de muertos.

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