I
Con la asombrada mirada de una aún muy tierna infancia, en la que contemplar hipnotizado nuevos paisajes era como deambular despierto a través de un luminoso sueño encarnado en materia sólo para mí, como un inmenso juego construido por el benevolente creador cual desprendido reflejo de su benévola sonrisa, con esos ojos míos redondos y sedientos de saberes y maravillas contemplé el espléndido despliegue de lugares hasta entonces no imaginados por mí.
Dorados océanos de trigo vestían los suaves rizos de una tierra nunca por completo llana, respondiendo perezosamente a la brisa con la despreocupada danza de su vaivén ronroneante: insinuantes olas de espigas que asomaban y desaparecían en incesante cantinela de susurros. Como queriendo la tierra imitar al sol alzando traviesos dedos de cereal con los que devolverle la misma imagen de sus rayos en ondulante saludo, parecía todo aquello resplandecer en un día dos veces día: día por el sol del cielo, y día por el efervescente resplandor de los campos.
Cada poco, perdidos islotes verdes nacían de las plantaciones: eran collados irregulares de cortada y envejecida roca, poblados por el profundo verde de inacabados pinares, aferrados a los salientes con todo el ímpetu de sus rugosas raíces, como temiendo caer a los océanos de oro y ser convertidos en carne de hogar por los campesinos que trabajaban en ellos. Más allá, a lo lejos, siempre a lo lejos, los collados se tornaban montes. Templados y engrandecidos por la distancia, erigían una tupida costa en la que iban a romper las olas del grano tostado a fuerza de verano, trazando azarosa frontera entre el vocinglero quehacer del hombre y la ignota vida de los bosques, tan dada ella a darse escondite en su monástico silencio.
Aún más lejos, las montañas, las grandes y verdaderas montañas, difuminando la lejanía su silueta tras la seda de los aires y las humedades de la atmósfera, revistiéndolas de un aura de volátil incerteza, como si hechas de frágiles neblinas y soplos de azul incertidumbre. Y con todo inmutables, pues, aunque el capricho de la luz torna siempre etéreo lo lejano, nada hay más cierto, nada más seguro y sólido, que las montañas milenarias y la eternamente familiar cadena de los rasgos y sucesos de su dentada faz.
Pero podía contar los años de mi vida con los dedos de las manos, y aún sobraban varios, así que, ¿cómo distinguir lo cierto de lo incierto, y la realidad del sueño? No miraba con mis ojos, sino con ellos bebía cuanto a mi alcance estaba, destilando lo bebido en cristalinos encantos. Con la prisa atropellada –tanto como, a veces, milagrosamente certera- que es tan propia de la mente de un niño, separaba y distinguía, confundía y renombraba. Cada nuevo avatar del paisaje enriquecía el irisado abanico de las posibilidades del universo, que tal sucesión de grandes y pequeños milagros empezaba a sugerir infinito. Nuevos colores, nuevos aromas, formas sorprendentes y una revolución en el significado del todo, y en el sentido de sus partes. Como descubrir que hay otros mundos, más de un cielo, tantas variaciones en el ser y el existir como facetas diferentes encontraba yo en la nueva naturaleza de las cosas.
Todas las familias provienen de algún sitio, y una parte de la mía tenía sus raíces en un diminuto pueblo de piedra, asentado sobre una discreta elevación, presidiendo aquellos campos con una modesta calma cultivada durante siglos.
Correteé por sus estrechas callejuelas reconfortado por la amorosa regularidad de sus superficies: casas y calzadas curtidas en una misma piel pedregosa y gris, como las varias peculiaridades cóncavas y convexas del cuerpo de un único animal dormido. Acostumbrado a la desordenada cuando no vulgar estampa de mi ciudad natal y sus desangelados alrededores, el venerable equilibrio de aquella mágica aldea y la ancestral armonía de cada uno de sus rincones me trasladaron a un nuevo y feliz cosmos en el que iba a descubrir nuevas leyes y verdades. Las viejas, decorosamente conservadas casas, y los campos que las rodeaban, repletos de misterios y sorpresas, me producían la sensación de haber viajado muy, muy lejos; más allá de los mapas, pues los mapas que yo había visto no podrían jamás haber dado noticia de los múltiples prodigios que día tras día descubría en torno a mí. Desde los prodigios pequeños, cuales las plantas desconocidas y los animales hasta entonces impensados -¿cómo describir el sencillo, pero profundo impacto de ver con mis propios ojos la primera luciérnaga de mi vida? ¡un pequeño insecto que resplandecía!, algo como aquello deshilachaba mi ingenua imagen de los mecanismos del mundo, pues un diminuto animal podía el mismo milagro que la compleja tecnología humana de cables, postes y bombillas: emitir luz-; hasta los grandes milagros, como la visión absorta de parajes libres del alcance de mi infantil comprensión, o la existencia de personas completamente ajenas a mi voluntariosa, pero rudimentaria, clasificación de los caracteres humanos.
Y no hubo para mí mayor fuente de enigmas ni más inabarcable constelación de interrogantes y secretos que ella: la mujer centenaria.
Se continuará.
La mujer centenaria.
Creo que no he conseguido ser ni de lejos tan enrevesada ni descriptiva pero algo es algo ( espero no haber jodido mucho la historia). Además, he incluido un par de adjetivos inexistentes by the patilla.
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I y 1/2
Con desconcertante anterioridad había observado inminente en su renqueante caminar la progresiva ancianidad en el denostado lugar del que provenía. Gris multitud avejentada, ociosa, cavilaba ante el desconocido y misterioso final, captando únicamente en la abisal profundidad de sus descoloridas miradas el terror atrapado en el tragicómico acto de permanecer expectante ante el implacable devenir del tan próximo como certero ocaso de sus días.
Quizá por mi aún inmaculada edad, jamás en esta recién estrenada capacidad comprensiva hallé la inquietante posibilidad, ni la más ínfima duda de que los últimos y por lo tanto más especiales instantes del camino, el tramo final de la enrevesada carrera, pudieran caracterizarse de manera diametralmente opuesta al modelo único importado desde la impersonal y ajetreada ciudad. Jamás pensé que la anatémica vejez, como una vieja locomotora a vapor que se arrastra pesarosa, llevando como pasajeros de otra época, herrumbrosos vagones repletos de grandes pesares, dulces cantos y cínicos exhabruptos mientras trata de llegar al menos hasta la siguiente estación, pudiera permanecer rebosante de férrea vida, ni que esta fuera tan nívea y cristalina en su pureza como aquellos copos blanquecinos y helados cuyo lánguido descenso solía observar a través de las enormes cristaleras tornasoladas, puntiagudas, empañadas del vaho entrecortadamente respirado en mi rancio hogar durante aquellos melancólicos y vespertinos amaneceres invernales.
Descubrí a la mujer centenaria con la misma osada y tierna ansia no exenta de estupefacción con la que acaricié suave y fascinado por primera vez las volátiles luciérnagas en aquella mágica, vibrante ocasión anterior. Invadí su rugoso espacio, me impulsé alocado e irreverente con irrefrenable ímpetu hacia su alma grandiosa, torpe trastabillé, en vano supliqué, implorante por un traicionero equilibrio que con impudicia pugnaba por abandonar mi ser.
Así, la primera impresión fue dura e implacable como la mente simple que choca estremecida contra un prehistórico menhir, así sentí intuitivo y previsor el alcance de aquel justo y preciso momento. Mis de inmediato dilatadas pupilas, faltas de experiencias y emociones suficientes creyeron estar frente a un trasgo pretrificado, una incólume gárgola, una ancestral meiga atrapada en este siglo despojado de oníricos mitos y áridas visiones. Un ser fantabuloso por cuya intensidad y magnificencia yo, ínfimo reducto de niñez, comencé a ser hombre.
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I y 1/2
Con desconcertante anterioridad había observado inminente en su renqueante caminar la progresiva ancianidad en el denostado lugar del que provenía. Gris multitud avejentada, ociosa, cavilaba ante el desconocido y misterioso final, captando únicamente en la abisal profundidad de sus descoloridas miradas el terror atrapado en el tragicómico acto de permanecer expectante ante el implacable devenir del tan próximo como certero ocaso de sus días.
Quizá por mi aún inmaculada edad, jamás en esta recién estrenada capacidad comprensiva hallé la inquietante posibilidad, ni la más ínfima duda de que los últimos y por lo tanto más especiales instantes del camino, el tramo final de la enrevesada carrera, pudieran caracterizarse de manera diametralmente opuesta al modelo único importado desde la impersonal y ajetreada ciudad. Jamás pensé que la anatémica vejez, como una vieja locomotora a vapor que se arrastra pesarosa, llevando como pasajeros de otra época, herrumbrosos vagones repletos de grandes pesares, dulces cantos y cínicos exhabruptos mientras trata de llegar al menos hasta la siguiente estación, pudiera permanecer rebosante de férrea vida, ni que esta fuera tan nívea y cristalina en su pureza como aquellos copos blanquecinos y helados cuyo lánguido descenso solía observar a través de las enormes cristaleras tornasoladas, puntiagudas, empañadas del vaho entrecortadamente respirado en mi rancio hogar durante aquellos melancólicos y vespertinos amaneceres invernales.
Descubrí a la mujer centenaria con la misma osada y tierna ansia no exenta de estupefacción con la que acaricié suave y fascinado por primera vez las volátiles luciérnagas en aquella mágica, vibrante ocasión anterior. Invadí su rugoso espacio, me impulsé alocado e irreverente con irrefrenable ímpetu hacia su alma grandiosa, torpe trastabillé, en vano supliqué, implorante por un traicionero equilibrio que con impudicia pugnaba por abandonar mi ser.
Así, la primera impresión fue dura e implacable como la mente simple que choca estremecida contra un prehistórico menhir, así sentí intuitivo y previsor el alcance de aquel justo y preciso momento. Mis de inmediato dilatadas pupilas, faltas de experiencias y emociones suficientes creyeron estar frente a un trasgo pretrificado, una incólume gárgola, una ancestral meiga atrapada en este siglo despojado de oníricos mitos y áridas visiones. Un ser fantabuloso por cuya intensidad y magnificencia yo, ínfimo reducto de niñez, comencé a ser hombre.