Vale, te aviso.Corvux corax escribió: ↑29 Jul 2023 17:14Avísame con lo que hagáis, que yo voy a irme el jueves que viene por la tarde para allá.
Qué viajazo, hamigs. Qué bien se come en Portugal. Con una diferencia abismal con el segundo puesto, es el país (no español) en el que mejor he comido. Sólo ha habido una comida mala y porque nos dejamos llevar por la precipitación del turista hambriento.
La cosa empezó un Domingo.
Volé a Santiago donde me esperaba Habitual, brazos abiertos, choque de lorzas, con su coche cargado de chicles y sueños. Comenzamos oficialmente a pocos kilómetros de allí, en la carretera de Opino, donde encuentra O Ceadoiro, uno de los emblemas gastronómicos de la zona y donde sirven la que está considerada la mejor tortilla de todo el Camino de Santiago (según ellos mismos, yo sólo he probado ésa, pero me cuesta imaginarme otra mejor). Manantial de huevos camperos, patatas de Coristanco y, POR SUPUESTO, cebolla bien pochada, delicia aterciopelada de sencillez aparente pero sobrada absoluta en la escala de riconiez. Kilos de pan del lugar horneados con la sabiduría meiguera de la zona y cientos de flipaos polvorientos de mochila y bastón presumiendo de originalidad.
Con escala en un pueblecito cercano para tomarnos un Ribeiro y unas ensaladillas rusas con una amiga, hicimos ruta hacia el sur para acabar comiendo en el Fogar de Santiso en la Playa de Lapamán, a orillas de la Ría de Pontevedra. Allí, una decena de ajetreadísimos camareros, uno de ellos bellísimo de porte y perfil, y eternamente ceñofruncido, lograron, a base de codazos, servirnos unos pimientos de Padrón (non picaba ningunon, pero estaban sabrosos) y ternera a una piedra que, por lo que sea, a pesar de las altas temperaturas de los alrededores, estaba fría y no llegaba a cocinar del todo la carne que, por otro lado, no estaba mal. Chapuzón de congelamiento nasal en la misma playa de nombre molonosísimo y parada y siesta en Bueu, en una casa impresionante con hórreo y vistas.
Por la tarde fuimos a un multicine en Vigo a ver Oppenheimer doblada y cenamos carnaca funcional en un Fósters Hollywood (el único sitio que encontramos abierto).
Lunes.
Sin mucho madrugar y con el cambio horario a nuestro favor, cruzamos la frontera portuguesa hacia Vila Praia de Âncora, un pueblito pesquero y turístico precioso del que proceden varias familias que emigraron en los 70 y 80 a Andorra de entre las que colecciono amigos tan imaginarios como varios. Allí nos esperaban algunos de ellos, en una tabernita pescadora roñosa y con encanto en primera línea de playa y nos alegraron la mañana con unas birras SuperBock bien servidas (al parecer los vasos oficiales de cerveza portuguesa tienen unos surcos en el culo que facilitan la carbonatación constante, yo no supe detectar la diferencia ni en el sabor, ni en la textura, ni en la orografía del cristal) acompañadas de unas bolinhas de bacalao de pedirles matrimonio, unas samosas muy bien especiadas y una especie de salpicón de marisco típico portugués de cuyo nombre no podré acordarme pero cuyo sabor me acompañará ya siempre en las frías noches invernales del principado. Todo aquel agasajo implacable no hacía más que avisarnos a golpe de garrote en la papila gustativa de que aquello no había hecho más que empezar, que junto con la frontera geográfica acabábamos de cruzar otra mucho más metafísica donde el hedonismo y el placer gordoniano iban a ser finalmente beatificados. Y tan eléctrico fue el shock que, con la guardia baja y ya sintiéndonos comidos no alcanzamos a entender bien el significado de sus palabras cuando uno de los anfitriones sentenció: Ahora vamos a comer.
Y comimos, vaya si comimos. A cuatro pasos de la tasquita, en el mismo paseo marítimo, la marisquería Rias Baixas nos ofreció una IMPRESIONANTE parrillada de marisco. Pero de verdad. IMPRESIONANTE. Vino el camarero a disculparse de que la parrillada no tenía langosta que nos lo podían compensar o bien con más langostinos o bien con un descuento a lo que uno de los anfitriones de ascendencia cuñadísima y nervio como el de una galera mercante contestó: "Los dos". Y no sólo nos pusieron más langostinos y nos hicieron un descuento, sino que, además, el muy gañán, se negoció una pizza de frango gratis que deglutió entre sorbazos etílicos ignorando el absoluto milagro del mar que había a escasos centímetros de su plato. Acompañados de un exquisito pan con ajo los langostinos bailaban, los mejillones competían en tamaño con los puños de Pepón Nieto, las almejas aullaban odas a su frescura y Habitual y yo rebañábamos los aliños de sabores infinitos y gozosos con toneladas de pan con ajo y los ojos anegados de phelicidad. Aquella fue la mejor comida de todo el viaje, pero las hubo de tan buenas que sería absurdo ponerlas a competir. Las arterias bloqueaban el paso de la sangre a la zona del cerebro de la memoria por lo que no sabría deciros qué hubo de postre, pero durante toda la comida nuestros anfitriones se desgañitaron en anunciar todos y cada uno de los altos gastronómicos innegociables en nuestra ruta, la mayor parte de ellos ultraazucarados; porque, además del pescado y del marisco, qué dominio del postre tienen los hamijos lusos (parece que haya descubierto la rueda, yo, como si no fuera por todos sabido el lugar común de la gastronomía portuguesa pero, aunque ya sabía de antemano toda esta leyenda, es muy diferente escuchar al habitual ultramotivado que pretende que aquello que acaba de vivir es lo mejor que ha pasado en la historia de la humanidad que convertirte tú en ese ultramotivado, me disculparán ustedes la licencia hipócrita pues la considero innegociable y necesaria para poder hacerle justicia a la veracidad de este relato que por otro lado será impreciso e hiperbólico cuando a mí me salga de los cojones).
Tras unos buenos cortes de digestión patrocinados por la gelidez de la mar oceana se sugirió café con pastas, pero nunca llegaron a producirse porque Habitual y yo optamos por despedirnos a la bomba de humo y continuar nuestro periplo en cuanto se nos hubieron secado los bañadores y acomodado las entrañas.
Aunque la ruta apuntaba a las afueras de Oporto, aún tuvimos tiempo para una brevísima escala en Viana do Castelho pueblecito con pintas que no pudimos exprimir demasiado porque teníamos un check in que atender pero del que disfrutamos de unas Bolas de Berlín en Natario recomendadas por los amigos que resultaron ser chuchos de crema bastante literales en sutileza y gonchez aunque perfectos en su ejecución ricónica que deglutimos con una avidez improbable tras el reciente homenaje pantagruélico, junto a un café en la Praça da República en un barrio bastante pintón del lugar. Antes de irnos, agarramos el coche y nos plantamos a golpe de serpenteo y adoquín en la catedral de Santa Luzía a contemplar los rosetones más grandes de la península ibérica... ¡Menudos rosetones!
El día terminó en Esmoriz, pueblecito industrial y obrero a las afueras de Oporto donde nos hospedábamos, junto a una manada de mosquitos tigre y algún que otro marsupial preextinto, en una antigua estación de tren transformada en pensión. Resultó que con "antigua" no quería decir "abandonada" ni siquiera "en desuso". Por suerte, la insonorización de las ventanas, sin ser perfecta, apaciguaba bastante el estruendo monumental que aquellos gólems interminables de carga de contenedores emitían, y su frecuencia absurda (pasan con tanta frecuencia que ni te darás cuenta) no logró perturbar nuestros sueños bañados en salsa de ajo y cabeza de cigala.
Martes.
Como Esmoriz ya había agotado todas sus posibilidades mucho antes de empezar a insinuarlas, arrancamos tempranito el motocarro con destino a Oporto. Ah, Oporto, qué de cuestas, qué de obras, qué de calor, suputamadre. Pero qué belleza de ciudad. Yo la había visitado hace unos diez años y la encontré cambiada. Sin haber acabado del todo su metamorfosis a ciudad fotocopia de Zara y Macdonalds hacia donde inevitablemente transmuta toda ciudad tarde o temprano, la encontré, no mucho más limpia pero sí más cuidada, con cientos de macroproyectos urbanísticos dificultando horrores su tránsito tanto peatonal como automovilístico y con una tendencia bastante marcada hacia la sustitución del homeless escondiéndolo bajo la alfombra por la aceptación del turismo, no sólo en sus rincones tradicionalmente dedicados a ellos, orillas del Douro y guías Lonely Planet, sino ya adentrándose más en el corazón de la urbe masificada. Y la verdad, le auguro, a mucho, cuatro años para completar la metamorfosis y entrar con pleno derecho en su declive decadente, pero hoy por hoy, la ciudad luce preciosa.
En la Praça dos Poveiros, no terriblemente masificada, acompañada de cervezas y unas bolinhas de bacalao, comimos Francesinha. Tantas veces anunciada, Habitual (yo ya las conocía) no pudo más que rendirse ante tamaña catedral del gonchismo descontrolado y sospechamos que volveríamos a por más a la hora de la merienda-cena. El paseo digestivo nos condujo a cruzar el puente de Luis I y a deambular por Vila Nova de Gaia desde donde se puede admirar Oporto desde la otra ribera del Duero (donde existe una ciudad). Por allí nos agenciamos dos bolinhas de bacalao más (éstas rellenas con queso que no estorbaba pero deslucía la presencia de pez) acompañadas de unos vinos oportos y una botellica de agua fresca y nos acurrucamos cara al río para ver pasar barquitos y flipaos machufos en lancha.
Teníamos la pensión al ladito de la famosísima (y loquísima) Librería Lello que descartamos visitar porque la cola avergonzaba al más milenial. La vuelta a la pensión para siesta y ducha fue más dura de lo que google maps parecería indicar, pero la ejecutamos con honor y a la hora de merendar estuvimos preparados para una nueva aventura gastronómica. Y no muy lejos de allí, en un callejoncito escondido de manos politeístas y de camisetas del Che, nos cruzamos con nuestro hallazgo feliz, nuestro rincón de paz, nuestro momento de gloria. Casa Bragança, tasquita sin pretensiones de precios de antaño y cocina muy casera y muy cuidada. Repetimos Francesinha, bolinhas de bacalao (a esas alturas ya había perdido la cuenta de cuántas de esas me había entrepechao, y llevábamos apenas dos días de viaje) y añadimos a la colección de flipadas estomacales un Bacalao com natas del que caí inmediatamente enamorado (Habitual ya lo conocía). Todo ello regado con vinho verde resucitante y una temperatura que finalmente mostraba algo de clemencia.
Allí nos encontraron, cuatro manos en dos panzas de sincerísima satisfacción, una pareja de hamijos, otros, también residentes en Andorra, también de orígenes portugueses que nos propusieron paseo y copazo. Acabamos, de nuevo a orillas del río, temiendo Habitual y yo por la vuelta porque estábamos ya en avanzado estado de descomposición por agotamiento y apenas hacía unas escasas horas que habíamos realizado ese mismo trayecto y comprobado las varias decenas de magnitud del grado de inclinación de la ruta. Los amigos aprovecharon para cenarse unos chorizos al infierno y una Francesinha. Habitual y yo sopesamos recenarnos la tercera francesinha del día. Ahora, desde mi triste Andorra, mirando al infinito de la ventana lluviosa, lamento terriblemente haber desestimado la oportunidad y lloro pensando en los besos que no di, los tequiero que no dije y las francesinhas que no engullí. El hamigo, forero potencial en cuanto a envergadura y cuñadismo, se empeñó en postrearse unos cucuruchos en una heladería bastante rica y bastante aledaña. Aceptamos de buen grado, claro, el señor Gordo es nuestro pastor, nada nos empacha. Ya noche cerrada, volvimos a cruzar el puente de Luis I para tomarnos unos "oportónics" en Gaia que no me interesaron absolutamente nada y no me interesaban absolutamente nada antes de cruzar el puente, pero me dejé arrastrar. Allí mismo se estaba celebrando una especie de espectáculo de cruce de culturas y sobre un escenario unas señoras y unos señores peruanos se marcaron uno de los bailes más bonitos que haya visto yo nunca que no creo que vaya a ser capaz de describir y no lo voy a intentar. Qué preciosidad.
El taxi alivió provisionalmente nuestros temores hacia el desnivel acumulado, pero los sustituyó por otros al comprobar la afición por el pedal del acelerador y la vehemencia futbolística de nuestro malhumorado chófer. Llegamos, contra todo pronóstico, a salvo a aplastar las orejas, ahítos de sabores y cansancios.
Y ya es Miércoles.
Antes de abandonar Oporto, volvimos a desayunar a nuestra tasquita querida en Casa Bragança, lulas a la plancha y, cómo no, bolinhas de bacalao. Rumbo a Lisboa con parada en Aveiro, bautizada como la Venecia de Portugal, un poco flipadamente en mi opinión, aunque, en honor a la verdad, tampoco es que la exploráramos demasiado, es posible que no llegásemos a ver la parte realmente veneciana, pero es que nos agobió un poco el turista. Allí nos compramos unos Ovos Moles (típicos) que es azúcar enhuevecido en barrica, y por algún motivo luego no quisieron darnos de comer (aunque la verdad es que ya habíamos comido). Así que decidimos seguir la ruta y, antes de llegar a la capital, hicimos paradinha para refrescarnos las ingles en la playa de Nazaré.
Lisboa. Joder Lisboa. Llegamos en atasco perenne habiéndose ya oscurecido. Teníamos un AirB&B ruinoso, sin cerrojo en la habitación ni condiciones higiénicas mínimas, en el Barrio Alto, en el puto meollo fiesteiro adolescente lisboeta (o más bien extranjero), con muchachas reclamo gritando a pleno pulmón durante toda la noche en la entrada de los locales, orines esquineros, hormona recalcitrantemente adolescente y olor constante a alcohol de acera. No había lugar donde parar el coche, no había forma de escapar del tráfico y las instrucciones para acceder a nuestra estancia podrían perfectamente ser la trama completa de una aventura gráfica clásica de Lucasarts y habrían hecho las delicias del Wendy más escape-rumbero.
El estrés de la llegada y las condiciones escasamente halagüeñas de nuestro hospedaje ya nos predispusieron a que Lisboa nos cayese un poco mal, aunque nos entregamos en cuerpo y alma a la tarea de disfrutarla porque somos gente muy voluntariosa. Precipitamos un poco la cena porque la hora era justa y la necesidad apremiaba, pero acabamos acertando al encontrar un mexicano bastante funcional, torpísima Michelada pero platos bastante majos. Y de ahí nos rendimos al agotamiento y entre gritos de borracha, arcadas de vecino y calorcete olisipano asfixiante el universo se fue haciendo bruma hasta mañana.
Mañana: Jueves.
Recelosos de esta Lisboa tendiente a decepcionarnos unas expectativas que quizá venían demasiado altas decidimos irnos a pasear por los alrededores. Sintra es el destino que señalan todas las guías y sabiéndolo turista, no nos atrevimos a dejarlo pasar. El atasco fue fulminante. Cuando, varias eras geológicas después, logramos aparcar descartamos inmediatamente subir al Palacio Nacional pues, aunque es patrimonio de la humanidad y su sobeteo es incuestionable, había que subirse a un autobús para acceder, las indicaciones eran algo imprecisas y ya habíamos tenido suficiente recoveco automovilístico. Visitamos, eso sí, la famosísima Quinta da Regaleria, una movida templaria bastante loca. Jardín repleto de caminos, escondrijos, esquinas, almenas, grabados triangulares, numerología y ocultismo que dan un poco a entender que los masones no se tomaban nada demasiado en serio y que lo único que querían era divertirse. Mención especial a la cola de kilómetro (y no es una hipérbole, la distancia es bastante aproximada a la realidad de aquella cola) para visitar el Pozo Iniciático que se encuentra en este mismo jardín al que los afotos de internet dotan de un nivel bastante alto de molonismo pero que nos negamos a visitar porque tenemos amor propio. Visitamos, eso sí, el Palacio da Pena, en la misma Quinta, otra oda al divertimento arquitectónico con fotos de familias demenciales y ouroboros de culo demasiado gordo del que sólo alcanzan a comerse un trocín. Estoy particularmente orgulloso de nuestra visita al Palacio da Pena porque evitamos en todo momento ejecutar chiste alguno sobre su nombre, que nos hubiera coronado como cuñaos honoríficos del lugar.
Llevo demasiado rato sin hablar de comida y la Santísima Engullición está empezando a mirar de reojo y con sospecha de herejía el devenir de este relato así que voy a saltar directamente al almuerzo. La masificación de Sintra nos hizo escapar de allí a ritmo de Benny Hill y, de camino al Cabo da Roca (la verruguita de la nariz de la península), paramos en Ribeirinha de Colares un bar de carretera en Collares, un pueblecín de los alrededores con un nivel de afluencia muchísimo más aceptable que los anteriores. Y comimos de la hostia. Ensalada (jejeje, ya veréis qué ingredientes lleva la ensalada) de melocotón, jamón y queso, alcachofas gratinadas y milhojas de bacalao gratinado (mi cara empezaba a esas alturas a transmutar en pecezuna tanto por afinidad metafísica como por placer océano). Postres y cafés en una confitería cercana donde aprovechamos para robar unos restos poco chupados de un bollo de chocolate que unos corresponsales de la indecencia se habían dejado olvidados en la mesa adlátere.
Satisfecho el cinturón culminamos la visita, breve porque tampoco es que diera para mucho más, al Cabo da Roca y emprendimos el camino de vuelta al agujero en la pared donde nos hospedábamos en Lisboa dispuestos, ahora sí, a darle a la ciudad la oportunidad que se merece. En la entrada de Lisboa por el Tajo, pasado el barrio de Belem, nos encontramos unos céspedes bastante majos donde dimos rienda suelta a todo nuestro cansancio y nos pegamos una siesta castellana que ríete tú de Epi y Blas. Luego ya sí, pusimos nuestras sandalias en modo turista on y recorrimos la ciudad a ritmo de tontipaseo desde el propio barrio Alto hasta la Plaza del Comercio pasando por el imponente Arco da Ria Augusta, la espectacular estación de tren de Rossio con su fachada flipante y sus puertas en doble herradura, el bidireccional Elevador de Santa Justa y un supermercado regentado por personas con otras características más allá de su nacionalidad y origen donde nos intercambiamos unos euros por unas manzanas Granny Ortega Smith y unos quesos un poco chuchurríos para desayunar. De ese trayecto, el aroma a mar y bicho y el hambre que la confianza y el cariño siempre forjan, nació el mayor error que cometimos en todo el viaje: Pararnos a comer en las calles peatonales ultraturísticas de los alrededores. Pararnos a comer paella en las putas Ramblas de Barcelona. Engañados por la labia un tanto perezosa de un sosia de Manolo Escobar y por la pereza de ponernos a hacer el enésimo estudio de campo para encontrar de nuevo nuestra Ítaca, nuestra tasquita roñosa y casera prometida, acabamos acoplando culos en unas sillas metálicas algo pegajosas que auguraban poca cosa sensata y cierta presencia fáunica más entomológica de lo que hubiéramos deseado. Las alarmas de timo que las reseñas de google y tripadvisor aullaban a alaridos nos hizo pedir con prudencia y rechazar servicios de pan, olivas, vino o cualquier cargo extra que aquellos extocomocheros tocados de la mano zurda de la simpatía tuvieran a bien a ofrecernos. Y salimos victoriosos, que ni el servicio de terraza nos cobraron; aunque la comida resultó ser bastante regulera tirando a mala: Un arroz caldoso de rape sin rape, hecho con arroz brillante y tomate triturado de lata sin cocinar y un bacalao a bras cortado con harina y patata, cual levadura a un gramo de heroína. El Barrio Alto hizo honor a su nombre en nuestro periplo de vuelta y a empellones entre borrachos y borracheras alcanzamos la cama. El sueño se cernió sobre nuestras indigestiones mientras bajo nuestra ventana la misma borracha de la noche anterior seguía gritando que "happiest hour of your life".
Viernes.
Antes de abandonar Lisboa, nos recorrimos un barrio un poco menos turístico que nos dio las alegrías que veníamos sospechando que la ciudad tenía pero que se empecinaba en ocultarnos tras una lona de turismo rancio. Callecitas con encanto, rincones preciosos, el sosiego de la ciudad por la mañana cuando duermen los de la sangría. Buen momento como cualquier otro, éste, para aclarar que tanto Habitual como yo somos totalmente conscientes de la hipocresía que resulta de todo nuestro alegato antiturista, que conocemos la parte de responsabilidad que nos corresponde y que no pensamos que nuestros pedos huelan mejor que los de nadie, aunque mis pedos huelen bastante bien, no sobra que lo diga. Antes de abandonar del todo la ciudad aún tuvimos tiempo de pasar por delante de la pastelería de Belem con la única intención de comprobar que la cola era interminable y que no merecía la pena. La cola fue interminable. No mereció la pena. Sí la mereció, en cambio, echarle un vistacillo, allí al lado, al Monasterio Dos Jerónimos, tochazo monumental (nunca mejor dicho) (llevo tiempo pensando que la expresión "nunca mejor dicho" es un poco prepotente, que se han dicho muchísimas cosas en la historia de las cosas dichas como para pretender que nunca se haya dicho algo mejor) (en fin) de espectacular porte azotado por un sol de la mañana más calurosa en lo que llevábamos de viaje que nos persuadió (ayudado por la cola kilométrica) de más visita.
El automóvil surcó las impenitentes retenciones del mamotreto espectacular que es el Ponte del 25 de Abril y nuestro ateísmo se vio cuestionado por la estatua de Cristo Rei. Luego llegamos al Alentejano, a nuestra querida Vilanova do Milfontes. Pueblito chiquito con casas bajitas, blancas y amarillas, desembocadura tranquila, mar generoso y rincones preciosos. Un hospedador hierático y protoalbino nos dio la llave a nuestro apartamento y nos señaló en un mapa los tres lugares recomendados para comer. No pasamos del primero.
À Fateixa. Nuestro segundo rinconcito de felicidad donde me hubiera encadenado y me habría quedado a morir. De comer lulas con cebolla confitada y sardinas a la brasa, sos lo juro, hamigos, las mejores sardinas que me he comido yo en mi vida. De cenar, lulas a la brasa y pez espada. Entre medio de ambas lulas, playa, libro y relax que tengo un espolón en el pie y cuatro días de caminatas intensas estaban precipitándome al abismo de la cojera crónica. Antes de dormir, paseo entre barquitos y suspiros al cielo. Qué bonito pueblo, la hostia.
Y ya es Sábado putavidateteh.
No os negaré que sopesamos la idea de anular el resto de paradas de nuestro trayecto y quedarnos allí, en nuestra amada Vilanova, a comer y a cenar para siempre. Pero no, no sabría deciros cómo y por qué, descartamos esa opción y, ni siquiera, nos pasamos a por unas últimas lulas para el camino. En fin. Rumbo al sur, finalmente llegamos al Algarve con primera parada en Sagres y su Cabo de San Vicente. La barbilla. Acantilados acojonantes y una majestuosidad temperamental del atlántico siendo un señor mayor gruñón. En Sagres, en un barucho de pinta mugrienta, el Escondidinho, comimos un, esta vez sí, muy buen bacalao a bras y unas "migas" al estilo Alentejano que por textura y consistencia yo habría dicho que eran simplemente puré de patatas, pero que tenían suficiente sabor a pimentón y a ajo como para llevar ellas solas la voz cantante en un debate político en una televisión autonómica.
El día culminó en Lagos donde, añorando la sutileza de Vila Nova do Milfontes, escatimamos el turismo holgazaneando, echamos una toallita en la playa y nos mojamos las corvas y nos tomamos unos helados. Un poco saturados del fruti di mare y escarmentados de los lugares excesivamente turistas nos metimos a cenar en un indio y a base de samosas, tandoris y papadums hicimos hueco para que entrase el sueñete. En la terraza de la pensión donde nos hospedábamos había una zona de sillones y en una hamaca bastante simpática hubiera podido ver caerse alguna Perseida si no me hubiese quedado fritanga mucho antes de que empezaran.
Domingo y esto se acaba!
Antes de abandonar Lagos hicimos una visita a la Ponta da Piedade donde unos acantilados, cuevas y playas apabullantes se despidieron de nosotros. Nos dirigimos hacia la penúltima parada de nuestro fantástico periplo, la última en Portugal, pero antes, encontramos por el camino un restaurante apartado de rutas mainstream pero de calificación excelente. A las afueras de Loulé comimos en L'Âuberge un restaurante precioso en un lugar a la altura en el que un arroz caldoso de bogavante de saborazo atlántico y pretensiones aristocráticas y unas costillas de cerdo hechas mantequilla por obra y gracia del tiempo y la paciencia, nos acogieron en su seno y apadrinaron nuestra gesta.
Colmados estómagos y alforjas acabamos el kilometraje dándonos de bruces con Taviraque, siendo también bastante turística, no llega a la envergadura de Lagos por lo que mantiene la vibra de pueblecito pequeño con encanto. Un "problema estructural" (que no llegaron a detallarnos) en nuestra habitación puso en riesgo nuestra estancia, pero finalmente se solucionó y, entre paseos por los puestecitos de un mercadillo bastante bonito y una cena en una terraza secreta (con nombre de gimnasio para despistar), nos despedimos con la solemnidad que merecían de las lulas y las sardinas en lo que sería nuestra última noche en Portugal. En el Ginásio Clube Tavira pedimos pan con mantequilla, repetimos sardinas y se nos hizo de noche.
Lunes.
Comienza el camino de vuelta con escala en Cáceres. Sabíamos que aquél iba a ser un día especial e intercalábamos la emoción de la aventura que se nos presentaba por delante con la tristeza de dar por finalizadas todas aquellas comidas maravillosas. Adiós, Portugal, no cambies nunca.
Cruzamos la frontera y la gasolina volvía a tener precios "razonables". Bueno, no. Pero algo mejores. Antes de llegar a la capital extremeña aprovechamos la inercia y paramos en Mérida a echarle un ojete al teatro romano y al restaurante aledaño, Las 7 sillas donde de casualidad nos bajamos un menú para siete entre dos, compuesto por un zorongollo exquisito untado en una retahíla de pan en fila india hacia la mía boca y unas papas con morcilla que me hicieron recordar lo bien que se come en España. También.
Llegamos a Cáceres justo a tiempo para echar unas compras en el Carrefour y unas siestas en el hostal donde dormiríamos a piernas sueltas unas horas después. Duchas y aseos necesarios para la ocasión y ya estábamos listos para una de las tardes más alucinantes de todo nuestro viaje y probablemente de todo nuestro verano y, sin duda de todo mi año, que mi vida es aburridísima. Pues allí mismo, en la plaza Mayor, desde una vista privilegiada a la torre del Bujaco mientras nos bajábamos unas jarrazas y unos torreznos vimos aparecer como flotando en el éter, mágica, sobrenatural, totalmente bella y absolutamente ida, a nuestra querida y amada Cuerva. Me puse, por supuesto, camiseta a rayas para la ocasión.
La Cuerva no decepciona ni por un segundo. Todo el menú que uno podría esperar después de años siguiéndole las genialidades incomprensibles y los desvaríos mágico-canábicos, toda expectativa que uno pueda hacerse al someterse al acto lisérgico de leer a la Cuerva, se ven totalmente superados por ese torrente de locura contenida, persuasión, amabilidad y talento. El conocimiento absurdamente enciclopédico que tiene esa bendita mujer sobre cada centímetro cuadrado del casco viejo de la ciudad, su historia, sus leyendas, sus mitos y sus tradiciones, la cantidad de información por segundo que es capaz de producir, toda interesantísima y tan abrumadora que lamentas no haber llevado contigo una grabadora para poder estudiar con calma más adelante todas las cosas increíbles que esa ciudad maravillosa tiene para ofrecer y que esa mujer también maravillosa te relata casi sin esfuerzo, con una naturalidad y un encanto y una cierta majadería, chaladez, locura y gracia, que al cabo de un rato has olvidado cuál era el sujeto de esta frase y tienes que terminarla abruptamente sin tener claro qué es lo que querías decir. Yo, a fuerza de mitología, entré en un estado de semihipnosis en el que me sentía flotando en una bruma mágica de la que no sabía si podría salir ni si quería. Toda esta literatura es absolutamente ineficaz porque haga lo que haga se quedará corto para hacerle justicia, para definir lo guays que fueron esas tres o cuatro horas que pasamos deambulando con la Cuerva por Cáceres, su generosidad (se puso particularmente pesada a la hora de pagar las birras y acabamos cediendo, pero es que además nos obsequió con movidas preciosas de su bar de referencia al que haré ídem en un momento, cuando acabe esta hagiografía) y lo mucho que nos divertimos. Cuando estábamos acabando nuestro paseo y nos dirigíamos ya hacia nuestro alojamiento, ella nos acompañaba y terminaba la enésima anécdota sobre tal o cuál torre o sobre quién se había caído en un pozo en aquella esquina cuando acabó por resumir: "Si os pillarais un guía turístico os podría contar muchísimas más cosas" a lo que yo objeté pues considero imposible que exista un ápice de información sobre esa ciudad que la Cuerva no nos regalara aquella tarde.
Entre paseos de tarde por los jardines de doña Cristina de Ulloa y la Iglesia de San Jorge y paseos nocturnos por la calle del mono y el callejón de los huesos, rodeados de toda una mitología fascinante de fantasmas, reyes y ladrones, hicimos un alto para tomarnos unas cerves en el bar de Jorge, el hogar nocturno de nuestra cicerona en la ciudad. En pleno casco antiguo, en la calle de la monja, en una casa que podría ser un museo, se alza discretamente para el transeúnte despistado, la taberna Sir Lancelot. De decoración espectacularmente cuidada, mobiliario hecho a mano, detalles preciosos en cada centímetro cuadrado en el que mires, y un patio interior tan agradable como misterioso, regentado por el amigo de la Cuerva, Jorge, un señor británico que lleva viviendo allí toda su vida que promueve activamente el arte, la música, la literatura y la hostelería de calidad con mimo y con iniciativa. Un flipe de lugar y un flipe de dueño.
Y un flipe de Cuerva, claro. Nuestros más profundos y sinceros dieses.
Y hasta aquí Cáceres y nuestra aventura con la Cuerva. Y, de hecho, hasta aquí nuestro viaje. Poco queda que destacar de aquella noche más que el sueño parcialmente reparador y de nuestro viaje más que el camino de vuelta de Cáceres a Madrid y de Madrid a Andorra que se desarrolló de forma protocolaria y no merece el relato. Igual el resto del viaje tampoco lo merecía y os he pegado la chapa de vuestras vidas, pero os jodéis.