España, perdiste. De Hernan Casciari.
Es un librillo gracioso sobre como se han adaptado (o no) todos esos argentinitos que han llegado a nuestro país. El cómo sí o cómo no han arraigado sus costumbres en nuestra tierra, como hemos cambiado hábitos o cómo los han cambiado ellos.
Fácil de leer, para echar un par de tardes riendo y cayendo en esos detalles que pasan inadvertidos y realmente son unos cambios provocados por esos que vienen del otro lado del charco.
Para que os entretengáis os pego un fragmento...
CAGAR LEYENDO, UN PLACER RIOPLATENSE
Cuando vivía en países serios con bidet, yo leía mucho en
el baño mientras cagaba. En esos tiempos nunca supe si leía
porque me venían ganas de cagar o si cagaba porque me en-
traban irreprimibles deseos de leer. Posiblemente mi cuer-
po, aún en formación, debió aprender a desarrollar ambas
urgencias a la vez. El asunto es que yo era feliz cagando y
leyendo. Y hubiera seguido así, alegremente por la vida, pero
hace cinco años me vine a vivir a España, un país sin bidet,
y desde entonces leer literatura se ha convertido en un su-
plicio.
Con mi amigo el Chiri, desde muy jóvenes, intercambiá-
bamos pareceres sobre el rito de cagar leyendo. Había dos
problemas capitales: 1) que se te durmieran las piernas (es
un momento dolorosísimo en el que hay que permanecer in-
móvil, de pie frente al espejo, durante largos minutos de an-
gustia); y 2) que se te resecara la mierda en el culo por culpa
del tiempo transcurrido entre la cagada inicial y el final del
libro. El Chiri me descubrió una tarde que había que sacarse
los pantalones por completo para cagar —no sólo bajarlos
a la altura de los talones— a fin de neutralizar la parálisis.
—La falta de libertad de los tobillos, Hernán —me dijo
mi amigo durante un recreo de tercer año—, es lo que nos
provoca el posterior hormigueo.
—¿Vos ya lo probaste, Chiri?
—Lo vengo haciendo desde el lunes, y ya casi estoy ter-
minando el Adán Buenosayres. En dos cagos más lo liquido.
El segundo problema (la sequedad de la mierda en el ano)
era más grave, pero lo solucionamos con el chorro de agua
caliente del bidet, artefacto que hasta entonces era dominio
de madres y hermanas. Primero había que limpiarse el culo
con papel, como cualquier hijo de vecino, después pasarse
un rato al bidet y darle un rato al chorro con movimientos
de cadera circulares (incluso en el bidet se podían releer
algunos párrafos felices del libro), y por último secarse otra
vez con papel. El culo quedaba como si nunca hubiéramos
cagado en la vida. Una vez que le encontramos la vuelta a
ese par de problemas técnicos, leer y cagar fue un placer que
nos acompañó desde los quince años.
Todo iba bien, hasta que a los treinta tuve la maldita ocu-
rrencia de cruzar el Atlántico. Aquí en Europa los bidets no
sirven para limpiarse el culo pues carecen del chorro inver-
tido de agua caliente; por lo tanto no conviene enfrascarse
en la lectura amena del baño porque, al segundo capítulo
nomás, se te reseca la mierda en las paredes del esfínter y no
te la sacás ni con espátula.
Durante mis primeras temporadas en el exilio opté por
un recurso intermedio: primero cagaba, me limpiaba y tiraba
de la cadena; y después seguía leyendo tranquilamente sen-
tado en el inodoro, intentando engañar al cerebro. Lo malo
es que también lograba engañar al intestino, que al verse otra
vez en posición de combate, reiniciaba el proceso y volvía
a cagar soretitos más modestos, pero igualmente molestos.
Yo no sé si el cuerpo humano es estúpido o se hace, pero yo
he descubierto que el aparato digestivo trabaja por sugestión.
Uno caga siempre, incluso sin ganas, cuando se sienta en el
inodoro. Es cuestión de tiempo.
Más tarde opté por llevarme al baño toallitas mojadas de
papel. El objetivo era cagar y mantenerse una horita sin hacer
nada, leyendo tranquilamente, y después tener algo húmedo
a mano para dejar pulcra la cavidad. El truco funcionó en
las estaciones estivales, pero cuando llegó el invierno, que
acá es crudo, volví a extrañar el chorro caliente del bidet, la
cascada de agua hirviendo que antaño me devolvía la tem-
peratura del cuerpo y que, además de rasquetearte el ano
hasta dejarlo lustroso, te generaba esa duda tan ambigua de
no saber si eras friolento o si eras maricón. En conclusión:
las toallitas mojadas y heladas tampoco servían.
El siguiente paso, temerario, fue el de cagar, leer y des-
pués meterme directamente a la ducha para pegarme una
buena enjuagada completa, pero resultó que los libros (máxi-
me los de la editorial Seix Barral) se me deshacían mucho
con el vapor. La solución, en este caso, hubiera sido salir del
baño y dejar el libro en otra parte antes de ducharme, pero
el objetivo de este ritual es hacer todo sin abrir la puerta, de
lo contrario no tiene joda. Así que más o menos en 2003 ya
no sabía qué carajo hacer con mi vida.
Hubo un último manotazo de ahogado que no prospe-
ró. Fue cuando le pedí a Cristina, mi mujer, si no me hacía
la gauchada de conectar la manguera al agua caliente de la
cocina y cuando yo, en cuatro patas, dijera «¡aura!», me
manguereara un poco, poniendo el dedo gordo en la boca
de escape para que saliera el agua filosa. Pero así como acá
no hay bidet en los baños, tampoco hay desagüe en las ca-
sas, por lo que la primera y única vez que Cris accedió a
manguerearme fue un enchastre. Además, el verme en po-
sición perrito la traumatizó un poco a nivel emocional.
—Si quieres que siga apostando por este matrimonio
—me dijo muy seria— deja de pedirme estas cosas.
Durante el invierno de 2003 casi no leí. Fue una época
borrosa, anodina, sin grandes revelaciones intelectuales. Ade-
más, cagaba muchas veces al día y sin la pasión lúdica que
caracterizaba mis deposiciones; tiraba la cadena enseguida
y salía del baño tan ignorante como había entrado. Más que
el cago de un joven escritor, lo mío parecía el meo de una
señora jubilada. Y eso, obviamente, repercutía en el resto de
mis actividades cotidianas: un hombre que se la pasa cagando
y no lee nunca, más que un hombre es un concejal peronista.
Me sentía muy triste.
Entonces, por pura casualidad, descubrí el Barbarela. Este
bar es como todos los bares de Barcelona, pero en el baño
de mujeres hay, olvidado y funcionando, un bidet argenti-
no. La primera vez que entré al baño del Barbarela me equi-
voqué de puertita —cada noche agradezco a dios la existen-
cia de esos carteles tan ambiguos que ponen en los baños—;
las siguientes veces, en cambio, me hice el equivocado para
poder cagar allí.
Ya hace un año que frecuento el Barbarela todas las tar-
des, con una mochila llena de libros. Me pido un poleo
menta que rara vez bebo, y a los diez minutos me meto al
baño de mujeres. Como la lectura suele llevarme una hori-
ta diaria, cada tanto el picaporte se mueve en falso (las
mujeres siempre quieren mear, no sé por qué), o alguien
golpea la puerta pidiendo paso, y entonces yo debo poner
la voz finita y decir:
—Està ocupat! —Porque, ya que me finjo señora, lo me-
jor es fingirme señora catalana.
El dueño del Barbarela es un gordo pelado que se llama En-
ric, y que nunca en la vida me ha preguntado nada. Ni por qué
me equivoco de baño, ni por qué tardo tanto, ni por qué hablo
con voz de mujer una vez dentro, ni por qué nunca me bebo
el poleo menta ni, mucho menos, por qué le dejo siempre pro-
pinas tan extraordinarias. El pelado Enric es un amigo silen-
cioso y sabio, que ha de pensar de mí cosas horribles, pero que
jamás ha dejado de decirme «adeu, fins demà», cada vez que sal-
go de su bar un poco más liviano y un poco más leído.
El Barbarela está en la esquina de Travessera de Gràcia
y Torrijos; apunto la dirección exacta por si hay otros lec-
tores argentinos viviendo en Barcelona que tampoco pueden
cagar y leer en sus casas. El baño está muy bueno, tenemos
desodorante de ambiente y toallitas de papel gratis. El po-
leo menta sale un euro. Los libros, obviamente, hay que traer-
los desde casa.
Quedan todos invitados a cagar y a leer en este bar del
barrio de Gràcia. No estaría mal que, de a poco, vayamos
convirtiendo el sitio en un café-literario con bidet. Eso sí: de
cuatro a cinco de la tarde, el baño de mujeres del Barbarela
está ocupado por el socio fundador.
Yo le pongo un 7.