Magia cotidiana.

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Nicotin
Manuel Fraga Iribarne
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Magia cotidiana.

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La milagrosa transfiguración de Jeremías Calleja.

I

Jeremías Calleja era, creo, la perfecta encarnación del individuo insignificante. Transparente a la importancia e impermeable al respeto, como una presencia incolora que no producía en algún semejante cosa parecida al afecto o el interés. Fuera lo que fuese lo que movía a sus prójimos a agruparse en dirección cualquiera, él era el siempre omitido. Nunca nadie se acordaba de él. De nada le servía ocupar sitio en una cola: su puesto era el permanente comodín de todo el mundo, y todo el mundo pasaría por delante suyo.

Cada mañana le despertaba una pesadilla, a la que en el relato llamaremos esposa. Con voz estentórea y feroz, se adelantaba sádicamente al despertador, cuyo timbre hubiese sonado más amoroso y humano: “Jeremías, despierta, pedazo de imbécil”, “vas a llegar tarde al trabajo, imbécil”, “se te están pegando las sábanas, imbécil”. Aunque nunca nada como “aquí está tu desayuno, imbécil” ni tampoco “te he planchado un pantalón, imbécil”. Jeremías abría los ojos y, sumido en una robótica desesperanza, desactivaba un despertador que aún no había sonado y que le hubiese regalado, de costumbre, al menos media hora más de sueño.

Sin desayunar, huía de casa cerrando tras de sí una puerta mientras al otro lado aún se escuchaban improperios de toda clase puntuados siempre con un oportuno “imbécil”. Como un autómata que no puede detenerse a pensar porque teme que pensar podría matarle, Jeremías cargaba en su estómago una bola de somnolencia mientras se dirigía al trabajo. Un trabajo en el que tampoco desayunaba.

Ocupaba la desnuda mesa –una entre tantas- de la oficina tempranamente agobiado por una pila de papeles que le contemplaba amenazante y burlona. Nunca supo cuántos de aquellos papeles eran tarea suya, y cuántos habían dejado sobre su mesa, a sus espaldas, aquellos fríos desconocidos a los que el diccionario le obligaba a llamar “compañeros”. Pero lo cierto es que siempre su pila era más alta y compacta que la de nadie allí, y cada vez –pocas- que se levantaba para ir al servicio o para entregar un informe, le daba la sensación, al volver, de que no había descendido en altura, o incluso de que había aumentado misteriosamente.

-“Señor Calleja, me ha traído la memoria del año pasado y yo le pedí la del año en curso” –y después, en voz baja e hiriente- “…so imbécil”.

Nunca se detuvo a imaginar qué ocurriría si muriese. Pero o cierto es que no ocurriría nada: un suspiro de alivio en su mujer, y otro insignificante sujeto envuelto en un traje barato ocupando su mesa en la oficina. Nadie iba a echarle de menos. Nada iba a cambiar para nadie. Hasta es posible que su sombra, inadvertida de la repentina ausencia de quien la proyectaba, siguiese caminando por su cuenta en los días de sol. Tal vez su reflejo seguiría apareciendo cada mañana en el espejo, afeitándose, sin darse cuenta de que ya no estaba su original afeitándose frente a él.

En otra época, tal vez un cataclismo hubiese dado fin –y al mismo tiempo, significado- a su existencia. Tal vez como víctima anónima de un bombardeo, que sería anónimamente recordada en un monumento anónimo. Eso le hubiese convertido en parte infinitesimal de una causa, en átomo microscópico de una noble estadística.

Pero no: el único cataclismo de Jeremías Calleja era seguir siendo Jeremías Calleja día tras día, como absurda condena por un delito que jamás hubiese tenido el valor de cometer, escuchando una y otra vez como música de fondo un “imbécil, imbécil, imbécil” que era peor que el ruido de las bombas.

II

Pero un buen día algo dentro de él comenzó a cambiar. Testigo atónito de una sutil Anunciación, supo que iba a convertirse en planta. No pudo calcular en cuánto tiempo, sólo supo que sería pronto. Dejaría de pertenecer al género humano para experimentar una milagrosa metamorfosis que le llevaría al seno del reino vegetal. Tampoco pudo determinar en qué planta iba a convertirse: si en un arbusto, en un árbol, en un cactus o en un alga. Sólo sabía que el milagro iba a suceder, y que aquello iba a suponer el más drástico, feliz y conveniente cambio de toda su vida.

Sus sentidos empezaron a mutar antes que él mismo. Comenzó a sentir con más intensidad el aire y el sol, como si hasta el más ínfimo vello de su cuerpo hubiese adquirido la sensibilidad del tentáculo piloso de una enredadera.

Podía notar cuánto oxígeno había en el aire, y detectar las más leves variaciones en temperatura, humedad y luminosidad. Empezó a ser feliz. Notó que la nueva existencia que se avecinaba iba a colmarle de paz, de equilibrio, de una plenitud de percepciones que siempre le había estado vetada. Le ilusionó tanto la idea que incluso tuvo la osadía de comentárselo a su mujer.

-“Tú que te vas a convertir en planta, pedazo de imbécil, si ya eres más inútil que un geranio.”

Ella ni siquiera se molestó en sopesar lo absurdo de aquella idea. Él podría haberse vuelto loco ante sus narices y ella no se hubiese preocupado lo más mínimo mientras no le oyese hacer ruido cuando veía su culebrón favorito.

Una vez, incluso, él se atrevió a buscar un remoto signo de preocupación o afecto:

-“Me… ¿me regarás cuando yo sea una planta?”
-“Cállate, imbécil, ¡estoy viendo la televisión! ¿Es que no ves que estoy viendo la televisión?”.

III

Un día festivo en que su mujer fue a visitar a alguien fuera de la ciudad, Jeremías hizo varios viajes del vivero a su casa y de su casa al vivero. Compró varios sacos: de tierra, de abono nitrogenado, de compost, y los llevó a su vivienda. Vació el polvoriento contenido de los sacos en la bañera, y después dejó correr el agua unos momentos, hasta lograr un fango líquido, negruzco y oloroso. El olor de esos compuestos no es, en realidad, desagradable. Ni siquiera para alguien de olfato exquisito. Sólo huelen a tierra húmeda y a hierba neutra. Pero para Jeremías era aquél un aroma embriagador, que excitaba su metabolismo como si fuese el intenso, robusto y opaco aroma de la carne recién asada. Para él, aquello olía a alimento, a sustento, a vida.

Se desnudó por completo. Abrió el ventanuco del cuarto de baño para que entrase el sol, sin pensar en que algún vecino viese sus extrañas maniobras. Y se metió en la bañera, dejando que la mezcla cubriese la mayor parte de su cuerpo.

Al cabo de unos minutos, se durmió. O, para ser más exactos, entró en un nuevo nivel de existencia en el que todo transcurría en una escala diferente de tiempo. Notó cómo un nuevo e inesperado vigor recorría sus venas, desde las plantas de sus pies y de sus manos hasta su corazón y su cabeza. Un resplandor interno que penetraba en cada rincón de su ser con cada latido.

Estaba haciendo la fotosíntesis.

Horas después, su mujer le despertó de aquel letargo sobrenatural. No necesita explicación el modo en que ella le arrancó de su exultante paz cuando descubrió la escena, y todo cuanto ocurrió inmediatamente después. Digamos que no fueron cosas que ayudasen a convencerle de que su vida como humano mereciese más la pena que su futura vida como planta.

IV

Finalmente, pocos días después, supo que su metamorfosis definitiva era inminente. Con urgencia pensó en un lugar donde dejar que ocurriese: como hombre, podía moverse a voluntad de un sitio a otro, pero como planta ya no podría. Así que necesitaba encontrar un lugar ideal. Pensó que lo mejor sería encontrar a algún amante de las plantas.

Estuvo horas ante el vivero donde había comprado la tierra y el abono, esperando ver a alguien que realmente pareciese volcarse en el cuidado de los vegetales. Y les encontró a ellos.

Un encantador matrimonio de ancianos llegó a la tienda y comenzó a examinar amorosamente las plantas. Era una pareja que, tras la más feliz de las existencias posibles –la de dos personas que se aman, se cuidan mutuamente y envejecen juntos- disfrutaban de sus últimos años dedicados a los placeres tranquilos de la senectud. Jeremías comprendió que su sitio estaba junto a personas como aquellas, así que decidió seguirles para ver dónde vivían. caminó varios pasos tras ellos, montó en el mismo tranvía y se apeó en la misma parada.

El hogar de los viejecitos no podía ser más indicado: una hermosa casita con jardín en una tranquila calle de las afueras. A través de las rejas, vio el cuidadísimo vergel del matrimonio, repleto de flores vivaces y mimados setos. Aquellas dos adorables personas eran realmente unos amantes de las plantas. Se cuidaban de que todas y cada una de las criaturas verdes de su terrenito gozasen de una perfecta salud.

Jeremías Calleja, a escasas horas –o tal vez minutos- de su metamorfosis final, se dijo: “este es mi hogar”.

Esperó a la noche.

V

La madrugada, fresca y silenciosa, vio el adiós definitivo de Jeremías Calleja a la condición humana.

Junto al muro del jardín de los viejecitos, se despojó de toda su ropa. La plegó cuidadosamente, dejándola en un rincón, y coronándola con sus zapatos, su reloj, su billetera y su corbata. En la billetera dobló lo que él creía una emotiva carta de despedida a su mujer, que su mujer no llegaría a ver, pues una vez la cartera estuviese en sus manos desecharía todo cuando no tuviese el color de un billete.

Saltó la tapia, y buscó un lugar entre las flores, pisando con extremo cuidado para no estropear ninguna. Ahora iban a ser sus hermanas.

Eligió un lugar, y, notando el cosquilleo de la ya comenzada transformación, abrió los brazos y susurró a la naturaleza: “Madre, llévame contigo”.

Y se hizo el milagro: Jeremías Calleja quedó convertido en planta.

VI

Cuando al amanecer despertó, supo que era una planta pequeña., porque las flores estaban a su misma altura. ¿Qué clase de planta? No llegó a saberlo. Podía ver sus propias hojas, pero no era especialista en botánica. No importaba: eran verdes, y en cierto modo frondosas. Finalmente, era completamente feliz. Tenía un lugar en el mundo. Iba a pasar allí el resto de su vida.

…que iba a ser muy corta.

El anciano, calzado con unas pantuflas, salió arrastrando los pies y abrió la verja del jardín para salir a la calle. Buscaba el periódico, que el repartidor dejaba todas las madrugadas ante su casa.

Un pequeño perro, siguiendo una confusa mezcla de rastros, se coló en el jardín con paso veloz. Con rapidez fulgurante, olisqueó todos los rincones y decidió que aquél era territorio virgen, y que no era propiedad de ningún competidor. Era pues la ocasión perfecta de rubricar el lugar y convertirse en el nuevo dueño.

Jaremías, la planta, le vio acercarse decididamente a él. ¿Por qué a él, por qué allí? No tuvo tiempo de hacerse muchas preguntas antes de contemplar cómo el perro levantaba la pata justo sobre su vegetal cabeza. Y, aunque no era el rocío primaveral que él había soñado para sus verdes hojas, llovió sobre Jeremías. Una vez terminada su apropiación del terreno con fulgurante eficacia, el chucho abandonó el jardín con desenvuelta rapidez, antes de que el anciano volviese a entrar cerrando la verja de nuevo tras él.

Jeremías estaba aturdido por el repugnante, ácido y viscoso hedor que le cubría por todas partes, que entraba por todos sus poros, que se deslizaba sobre su verde piel torturándole. Quiso poder gritar: “¡limpiadme!”.

Pero no salió un solo sonido de sus mancilladas hojas.

Epílogo: dos encantadores viejecitos en el encantador jardín de una encantadora casita.

-Oh, querido, no te lo vas a creer.
-(levantando la vista de su periódico) ¿El qué, pequeña?
-Un perro se ha colado y se ha meado en las flores.
-(volviendo a leer) No digas “meado”, joder. Suena tan mal.
-No lo entiendo, querido, ¿cómo habrá entrado un perro aquí? ¡He cuidado tanto estas flores! Son mis favoritas, ¿por qué justamente ha tenido que mear en éstas?
-(leyendo) No lo sé, pequeña.
-Oh... ya veo, querido. Ha crecido una de esas malas hierbas… ¿cómo se llaman? De ésas que atraen a los perros. De ésas sobre las que a los perros les gusta mear.
-(distraídamente mientras hojea el diario) …no digas “mear”….
-Sí, una de esas malas hierbas.
-Pues arráncala, mi amor.
-(poniéndose un guante de jardín) …mis preciosas flores, mira que mear sobre mis flores.
-(aún leyendo) Oh, no te lo vas a creer, pequeña.
-(distraídamente, mientras con cara de repugnancia arranca la mala hierba) ¿El qué, querido?
-(leyendo el periódico) Robertinho, ha vuelto a joderse la rodilla.
-(sin prestar atención) No hables tan mal, querido. ¿Roberquién, dices?
-Ché, qué lástima, para un buen delantero que ficha el Valencia.
-(saliendo para tirar la planta al contenedor de la basura) ¿Ah, sí, querido?
-Sí. Ahora que estaba metiendo tantos goles y jugando tan bien, ché.
-(cerrando la tapa del contenedor) Sí, lo sé, querido. Hay gente que no tiene suerte en la vida.

Fin.
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PrimeroDerecha
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por PrimeroDerecha »

Nais.
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Yongasoo
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Yongasoo »

Interesante relato Nico, hasta me apené un poco por el pobre Jeremías, aunque como decimos por acá(y no se si allá también): "Hierba mala nunca muere."

Una pequeña correción sobre el epílogo, el encantador viejecito empieza hablando como español y termina como argentino, los argentinos no usamos el "joder" de esa manera, aunque el viejecito podría ser un inmigrante argentino o algo por el estilo, así que tampoco es un defecto tan grande.
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Perro De Lobo
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Perro De Lobo »

En este caso, el 'ché' es valencianoniano, no argentino, hamigo Yongasul.

El tal Jeremías, sobre todo al principio, me ha recordado al prota de un cuento de Gogol que me leí hace poco (El abrigo). Al menos en la personalidad arrolladora, en su oficio, y en la suerte loca que tienen ambos.
He sido asaltado fieramente por la concupiscencia carnal

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Yongasoo
Ulema
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Yongasoo »

Los velencianos dicen "ché"? Y lo usan igual que nosotros? Todos los días se aprende algo.
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Blanquita
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Blanquita »

Yongasoo escribió:Los velencianos dicen "ché"? Y lo usan igual que nosotros? Todos los días se aprende algo.


Más o menos igual, pero lo dicen como si tuvieran la boca llena de paella.
Blanqui, 100pre has sabido donde encontrarme.
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Nicotin
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por Nicotin »

Había leído "la boca llena de polla" y ya iba a montar un cisco.
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Dolordebarriga
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Mi querido Nicotín:

Mensaje por Dolordebarriga »

Está triste, y por lo tanto, creo que era lo buscado, bien conseguido.

Tú, chumbera de hamor;

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NORNA
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por NORNA »

Está bonita la historia y el protagonista efectivamente, da pena. Un poco más y le apellidas "colleja", en total sintonía con su ser.

Me ha gustado especialmente para representar lo anodino e insignificante del personaje la frase esta:
Tal vez su reflejo seguiría apareciendo cada mañana en el espejo, afeitándose, sin darse cuenta de que ya no estaba su original afeitándose frente a él.


Y luego, esperaba algo más del momento fotosíntesis. Imagina, un momento tan alucinante como ese, lo has ventilado en un pis pas.

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LunaOskura
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Re: Magia cotidiana.

Mensaje por LunaOskura »

Nicotin escribió: Jeremías cargaba en su estómago una bola (al que hamo con frensi)


Jojo. La mierda de Pepelu y Don moro te han salpicado el relato.

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También me ha gustado, aunque estoy con Norna referente al momento fotosíntesis.
Sinceramente, querida, me importa un bledo.

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