Abuelita
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Abuelita
A finales de verano, la abuela Ana se puso muy enferma. Sus tres hijos, Andrés, Laura y Guillermo, al verla en la cama del hospital, sintieron una pena enorme. Aquella anciana regordeta de 76 años, la que siempre tenía un sonrisa apacible en el rostro. Verla conectada a una máquina, con tubos saliendo de sus brazos y su estómago, era horrible.
Durante dos semanas estuvieron pegados a ella, turnándose, preocupándose, llorando y asumiendo lo que vendría a continuación. A pensar en cosas en las que nadie quiere pensar, como funerales, entierros, misas, velatorios. Gente a la que llamar. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Sin embargo, no volvió a levantarse de la cama. Estaba condenada a ser atendida por sus familiares lo que le restaba de vida. Postrada, prácticamente inmovil. Con los ojos vidriosos y brillantes, y repletos de vida. Y sobre todo, con esa sonrisa. Sus nietos fueron creciendo, acostumbrados ya a la imagen de la abuela en la cama. La que les contaba cuentos pasó a ser la que escuchaba sus problemas, sus primeros amores, sus peleas. Les daba consejos y siempre, su voz tranquilizadora, les calmaba y les servía de ancla.
Pero pasaron algunos años, y la abuela Ana volvió a enfermar.
Era serio. Algo de lo que no se suele salir con vida. Ahí estaban de nuevo sus hijos, en el hospital, al pie de la cama, esperando, velando, en tensión y alertas para tender la mano cuando llegara el momento. La abuela Ana, a sus 86 años, con la tez cenicienta y con la voz apagada, les daba ánimos. No lloreis, he vivido y he tenido tres hijos maravillosos. Me voy de aquí con el corazón lleno de felicidad. Con lágrimas en los ojos, con la calma de saber qué es inevitable, los hijos pensaron en hacer esas cosas que a nadie apetece hacer. Llamaron a gente. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Aquella enfermedad no pudo con ella. Los hijos se abrazaron, emocionados, fundidos en un solo ser, con sus corazones latiendo como uno sólo. Su madre vivía, era un regalo del cielo. La abuela Ana derramó tambien sus lágrimas, emocionada ante sus hijos.
Los nietos siguieron creciendo, y algunos engendraron bisnietos. Cuando se los presentaban a la abuela Ana en su cama, ésta cogía delicadamente con su mano pequeña y llena de manchas las manitas de los bebés, y les besaba en las mejillas. A veces se emocionaba de esa forma sincera en la que se emocionan los ancianos. Como si sólo vieran lo que hay de hermoso en el mundo.
Pasaron los años, y uno de los hijos, Guillermo, tuvo un infarto. Murió.
La familia entera se reunió para despedir al menor de los hermanos. La abuela Ana, en su estado no pudo asistir al funeral, no pudo despedirse de su hijo como ella habría querido, pero no dejó de pensar en él durante semanas. Se aferraba a sus recuerdos, hablaba con el ausente, a veces discutía con él como si estuviera en la misma habitación, a los pies de su cama. Es duro sobrevivir a un hijo.
Y volvieron a pasar más años. La abuela Ana, desde su cama, sin haber perdido ni su inteligencia ni su sabiduría, seguía pasando los momentos más felices en compañia de sus hijos, de sus nietos, y de sus bisnietos. Le gustaba contar historias, y no siempre se repetían. Alguno de sus nietos pensaba que se la inventaba, porque no creía que nadie pudiera tener experiencias tan distintas y tan interesantes.
La abuela Ana, a sus 103 años, volvió a enfermar. Laura y Andrés, cabizbajos en uno de los pasillos del hospital, hablaron de repartirse el papeleo. Habría que volver a llamar a gente. Esta vez de verdad. La abuela Ana se va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Esta vez las muestras de alegría fueron más comedidas. Los nietos y los bisnietos se alegraron, pero los hijos empezaron a reprocharse cosas. Te toca encargarte a tí de ella. Yo la tuve en casa todo el año pasado. Es asunto tuyo. Es cosa tuya.
La abuela Ana, minúscula, encogida en su cama, y recuperada, era ajena a todo ésto. Pero sobre todo se sentía feliz de seguir viviendo. Su hijo Andrés murió al cabo de un año, porque ya era anciano. Su hija Laura, duró algo más, tres año y medio. A ninguno de los dos funerales pudo asistir la anciana. La pena fue grande, pero el tiempo disimula las heridas, y la vida sigue su curso.
Y la abuela Ana no moría.
Pasaron los años, las enfermedades, los bisnietos engendraron tataranietos, la abuela iba de un hogar para otro, con la mente lúcida, con la sonrisa beatífica en el rostro, con la tranquilidad de alguien que estaba por encima de todo.
Y tras tantos años, los nietos eran ya ancianos. Empezaron a morir, poco a poco.
Y entonces entendieron que la abuela Ana no iba a morir nunca.
Con una sonrisa, la abuela Ana recibió a toda su familia y les comunicó lo siguiente:
"Que sepais que os voy a sobrevivir a todos, hijos de puta"
Y se rió la muy cabrona.
Durante dos semanas estuvieron pegados a ella, turnándose, preocupándose, llorando y asumiendo lo que vendría a continuación. A pensar en cosas en las que nadie quiere pensar, como funerales, entierros, misas, velatorios. Gente a la que llamar. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Sin embargo, no volvió a levantarse de la cama. Estaba condenada a ser atendida por sus familiares lo que le restaba de vida. Postrada, prácticamente inmovil. Con los ojos vidriosos y brillantes, y repletos de vida. Y sobre todo, con esa sonrisa. Sus nietos fueron creciendo, acostumbrados ya a la imagen de la abuela en la cama. La que les contaba cuentos pasó a ser la que escuchaba sus problemas, sus primeros amores, sus peleas. Les daba consejos y siempre, su voz tranquilizadora, les calmaba y les servía de ancla.
Pero pasaron algunos años, y la abuela Ana volvió a enfermar.
Era serio. Algo de lo que no se suele salir con vida. Ahí estaban de nuevo sus hijos, en el hospital, al pie de la cama, esperando, velando, en tensión y alertas para tender la mano cuando llegara el momento. La abuela Ana, a sus 86 años, con la tez cenicienta y con la voz apagada, les daba ánimos. No lloreis, he vivido y he tenido tres hijos maravillosos. Me voy de aquí con el corazón lleno de felicidad. Con lágrimas en los ojos, con la calma de saber qué es inevitable, los hijos pensaron en hacer esas cosas que a nadie apetece hacer. Llamaron a gente. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Aquella enfermedad no pudo con ella. Los hijos se abrazaron, emocionados, fundidos en un solo ser, con sus corazones latiendo como uno sólo. Su madre vivía, era un regalo del cielo. La abuela Ana derramó tambien sus lágrimas, emocionada ante sus hijos.
Los nietos siguieron creciendo, y algunos engendraron bisnietos. Cuando se los presentaban a la abuela Ana en su cama, ésta cogía delicadamente con su mano pequeña y llena de manchas las manitas de los bebés, y les besaba en las mejillas. A veces se emocionaba de esa forma sincera en la que se emocionan los ancianos. Como si sólo vieran lo que hay de hermoso en el mundo.
Pasaron los años, y uno de los hijos, Guillermo, tuvo un infarto. Murió.
La familia entera se reunió para despedir al menor de los hermanos. La abuela Ana, en su estado no pudo asistir al funeral, no pudo despedirse de su hijo como ella habría querido, pero no dejó de pensar en él durante semanas. Se aferraba a sus recuerdos, hablaba con el ausente, a veces discutía con él como si estuviera en la misma habitación, a los pies de su cama. Es duro sobrevivir a un hijo.
Y volvieron a pasar más años. La abuela Ana, desde su cama, sin haber perdido ni su inteligencia ni su sabiduría, seguía pasando los momentos más felices en compañia de sus hijos, de sus nietos, y de sus bisnietos. Le gustaba contar historias, y no siempre se repetían. Alguno de sus nietos pensaba que se la inventaba, porque no creía que nadie pudiera tener experiencias tan distintas y tan interesantes.
La abuela Ana, a sus 103 años, volvió a enfermar. Laura y Andrés, cabizbajos en uno de los pasillos del hospital, hablaron de repartirse el papeleo. Habría que volver a llamar a gente. Esta vez de verdad. La abuela Ana se va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Esta vez las muestras de alegría fueron más comedidas. Los nietos y los bisnietos se alegraron, pero los hijos empezaron a reprocharse cosas. Te toca encargarte a tí de ella. Yo la tuve en casa todo el año pasado. Es asunto tuyo. Es cosa tuya.
La abuela Ana, minúscula, encogida en su cama, y recuperada, era ajena a todo ésto. Pero sobre todo se sentía feliz de seguir viviendo. Su hijo Andrés murió al cabo de un año, porque ya era anciano. Su hija Laura, duró algo más, tres año y medio. A ninguno de los dos funerales pudo asistir la anciana. La pena fue grande, pero el tiempo disimula las heridas, y la vida sigue su curso.
Y la abuela Ana no moría.
Pasaron los años, las enfermedades, los bisnietos engendraron tataranietos, la abuela iba de un hogar para otro, con la mente lúcida, con la sonrisa beatífica en el rostro, con la tranquilidad de alguien que estaba por encima de todo.
Y tras tantos años, los nietos eran ya ancianos. Empezaron a morir, poco a poco.
Y entonces entendieron que la abuela Ana no iba a morir nunca.
Con una sonrisa, la abuela Ana recibió a toda su familia y les comunicó lo siguiente:
"Que sepais que os voy a sobrevivir a todos, hijos de puta"
Y se rió la muy cabrona.
He sido asaltado fieramente por la concupiscencia carnal
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Re: Abuelita
Mmm... Es bueno, está bien escrito. Tiene lo bueno de los buenos cuentos, que no están adornados y cuentan lo que interesa contar. Ni falta ni sobra. Pero el final no me gusta nada. Es como brusco, demasiado "extremo", no concuerda con la evolución natural de lo que nos cuentas. Quizá si hubieras explicado un poco más el desdén con el que trataban al final los cabroncetes de los bisnietos a su agüela, hubiera quedado más congruente.
En cualquier caso, ves poniendo to lo que escribas que se te da bien.
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Re: Abuelita
Gracias hamigo!
En realidad el cuento tiene mil fallos, pero me salió así, escribiéndolo del tirón y sin pararme a pensar mucho, casi como escritura automática. Tan sólo le hice una revisión para quitar un par de palabras repetidas, y como me hizo ilu lo rápido que lo parí (anoche tras la cena, en 20 minutitos o asin), me gusta lo de dejarlo con ese final tan espontáneo y abrupto, aunque incongruente. Si me hubiera pensado mejor el final quizá ya no me habría gustado, aunque fuese menos malo literariamente hablando.
En realidad el cuento tiene mil fallos, pero me salió así, escribiéndolo del tirón y sin pararme a pensar mucho, casi como escritura automática. Tan sólo le hice una revisión para quitar un par de palabras repetidas, y como me hizo ilu lo rápido que lo parí (anoche tras la cena, en 20 minutitos o asin), me gusta lo de dejarlo con ese final tan espontáneo y abrupto, aunque incongruente. Si me hubiera pensado mejor el final quizá ya no me habría gustado, aunque fuese menos malo literariamente hablando.
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Re: Abuelita
Soy el único que al ver lo de "Perro de Lobo" y "Abuelita" pensó instantaneamente en Caperucita Roja?
El cuento esta bien, pensé que iba a ser medio lacrimogeno y al final me reí, si es cierto que tendrías que hacer mas enfasis en como la trataban al final, pero igualmente está bien, así es mas espontaneo.
El cuento esta bien, pensé que iba a ser medio lacrimogeno y al final me reí, si es cierto que tendrías que hacer mas enfasis en como la trataban al final, pero igualmente está bien, así es mas espontaneo.
"Apathy's a tragedy
And boredom is a crime"
GNU Terry Pratchett
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Re: Abuelita
Como dice Samur, el final es incoherente. Sin eso, sería un buen cuento. A veces, quien escribe, cree que debe dar la campanada final, y en este caso no era necesario. Unos puntos suspensivos (...) hubieran estado mejor. En todo caso es una buena historia bien escrita, además.
Tú, lector impaciente;
Dolordebarriga
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Dolordebarriga
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Re: Abuelita
Gracias por los consejos, chatos! Tomo nota.
Lo de la campanada final es un mal vicio que me tengo que quitar.
Lo de la campanada final es un mal vicio que me tengo que quitar.
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Re: Abuelita
Dolordebarriga escribió:Como dice Samur, el final es incoherente. Sin eso, sería un buen cuento.
No estoy de acuerdo. Es precisamente esa conclusión la que salva el cuento. Sin ese final, el relato sería terriblemente plañidero.
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Re: Abuelita
Salió de la cabaña para ir a buscar agua del pozo. Cogió el cubo de madera y alzó la vista. Un manto de nubes cubría el cielo. Nubes negras, gruesas como la lana que abriga las ovejas.
"Se avecina la tormenta", dijo para sí, con la mirada perdida. "Llegará empapado, de arriba a abajo. Abrirá la puerta y entrará gritando ¿Dónde está la chica más guapa del valle? Y me besará con cuidado para no mojarme. Será mejor que le prepare una muda de ropa para que pueda cambiarse lo antes posible".
Caminó hacia la puerta trasera de la cabaña y recogió las prendas, ya secas, que se mecían por el frío y húmedo viento que se había levantado.
"Encenderé un buen fuego y arrimaré las zapatillas. Así tardará menos en entrar en calor cuando se las ponga". Recogió varios leños gruesos y los amontonó al lado de la chimenea.
"Podría, también, prepararle un buen caldo de apio. Le encanta. Da gusto verle comer con la misma ansia con la que un niño devora un dulce" Y salió de la casa, en dirección al pequeño huerto que tenían, y recogío zanahorias, patatas y apio. Y de vuelta a la cabaña, pensó que se pondría el perfume que le regaló hace ya tanto tiempo y del que conservaba el frasco aún casi lleno. Dejó todo encima de la mesa. Al poco, un golpe de viento y estruendo en el cielo anunció el inicio de la tormenta.
Abrió la puerta y le pareció que hacía más frío dentro de la casa que fuera, en medio de la tormenta. Entró despacio, cansado. Fue dejando un rastro de agua en al penumbra, allí por donde pisaba. Dejó el abrigo empapado encima de una silla. En la mesa había amontonada una pila de ropa húmeda junto a unas verduras todavía por lavar. No había lumbre en la chimenea. Un trozo de pan y el queso que le había servido de almuerzo es todo lo que tenía a la vista para cenar. Se quitó las botas mojadas y cogió las zapatillas de debajo de la ventana. Estaban heladas. Se acercó a la habitación y hechó un vistazo. Estaba allí, tumbada, tapada por una gruesa manta. Escucho que estaba llorando con sollozos ahogados.
Pensó en acercarse, besarla como si nada ocurriera, y pasar el resto de la noche durmiendo abrazados, mirándose, como lo habían hecho antes hace tanto tiempo...
PERO LA BOMBA NUCLEAR LOS MATÓ A AMBOS.
...
No me jodas tío, no es forma de terminar un relato, por muy plañidero que sea. El final auténtico no os lo pongo porque me da bastante vergüenza xD.
"Se avecina la tormenta", dijo para sí, con la mirada perdida. "Llegará empapado, de arriba a abajo. Abrirá la puerta y entrará gritando ¿Dónde está la chica más guapa del valle? Y me besará con cuidado para no mojarme. Será mejor que le prepare una muda de ropa para que pueda cambiarse lo antes posible".
Caminó hacia la puerta trasera de la cabaña y recogió las prendas, ya secas, que se mecían por el frío y húmedo viento que se había levantado.
"Encenderé un buen fuego y arrimaré las zapatillas. Así tardará menos en entrar en calor cuando se las ponga". Recogió varios leños gruesos y los amontonó al lado de la chimenea.
"Podría, también, prepararle un buen caldo de apio. Le encanta. Da gusto verle comer con la misma ansia con la que un niño devora un dulce" Y salió de la casa, en dirección al pequeño huerto que tenían, y recogío zanahorias, patatas y apio. Y de vuelta a la cabaña, pensó que se pondría el perfume que le regaló hace ya tanto tiempo y del que conservaba el frasco aún casi lleno. Dejó todo encima de la mesa. Al poco, un golpe de viento y estruendo en el cielo anunció el inicio de la tormenta.
Abrió la puerta y le pareció que hacía más frío dentro de la casa que fuera, en medio de la tormenta. Entró despacio, cansado. Fue dejando un rastro de agua en al penumbra, allí por donde pisaba. Dejó el abrigo empapado encima de una silla. En la mesa había amontonada una pila de ropa húmeda junto a unas verduras todavía por lavar. No había lumbre en la chimenea. Un trozo de pan y el queso que le había servido de almuerzo es todo lo que tenía a la vista para cenar. Se quitó las botas mojadas y cogió las zapatillas de debajo de la ventana. Estaban heladas. Se acercó a la habitación y hechó un vistazo. Estaba allí, tumbada, tapada por una gruesa manta. Escucho que estaba llorando con sollozos ahogados.
Pensó en acercarse, besarla como si nada ocurriera, y pasar el resto de la noche durmiendo abrazados, mirándose, como lo habían hecho antes hace tanto tiempo...
PERO LA BOMBA NUCLEAR LOS MATÓ A AMBOS.
...
No me jodas tío, no es forma de terminar un relato, por muy plañidero que sea. El final auténtico no os lo pongo porque me da bastante vergüenza xD.
Re: Abuelita
Prez escribió:Dolordebarriga escribió:Como dice Samur, el final es incoherente. Sin eso, sería un buen cuento.
No estoy de acuerdo. Es precisamente esa conclusión la que salva el cuento. Sin ese final, el relato sería terriblemente plañidero.
Estoy de acuerdo, el final es lo único que vale dos piastras de esta historia.
Si à cinquante ans, on n'a pas une Rolex, on a quand même raté sa vie!
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Re: Abuelita
The last samurai escribió:Salió de la cabaña para ir a buscar agua del pozo. Cogió el cubo de madera y alzó la vista. Un manto de nubes cubría el cielo. Nubes negras, gruesas como la lana que abriga las ovejas.
"Se avecina la tormenta", dijo para sí, con la mirada perdida. "Llegará empapado, de arriba a abajo. Abrirá la puerta y entrará gritando ¿Dónde está la chica más guapa del valle? Y me besará con cuidado para no mojarme. Será mejor que le prepare una muda de ropa para que pueda cambiarse lo antes posible".
Caminó hacia la puerta trasera de la cabaña y recogió las prendas, ya secas, que se mecían por el frío y húmedo viento que se había levantado.
"Encenderé un buen fuego y arrimaré las zapatillas. Así tardará menos en entrar en calor cuando se las ponga". Recogió varios leños gruesos y los amontonó al lado de la chimenea.
"Podría, también, prepararle un buen caldo de apio. Le encanta. Da gusto verle comer con la misma ansia con la que un niño devora un dulce" Y salió de la casa, en dirección al pequeño huerto que tenían, y recogío zanahorias, patatas y apio. Y de vuelta a la cabaña, pensó que se pondría el perfume que le regaló hace ya tanto tiempo y del que conservaba el frasco aún casi lleno. Dejó todo encima de la mesa. Al poco, un golpe de viento y estruendo en el cielo anunció el inicio de la tormenta.
Abrió la puerta y le pareció que hacía más frío dentro de la casa que fuera, en medio de la tormenta. Entró despacio, cansado. Fue dejando un rastro de agua en al penumbra, allí por donde pisaba. Dejó el abrigo empapado encima de una silla. En la mesa había amontonada una pila de ropa húmeda junto a unas verduras todavía por lavar. No había lumbre en la chimenea. Un trozo de pan y el queso que le había servido de almuerzo es todo lo que tenía a la vista para cenar. Se quitó las botas mojadas y cogió las zapatillas de debajo de la ventana. Estaban heladas. Se acercó a la habitación y hechó un vistazo. Estaba allí, tumbada, tapada por una gruesa manta. Escucho que estaba llorando con sollozos ahogados.
Pensó en acercarse, besarla como si nada ocurriera, y pasar el resto de la noche durmiendo abrazados, mirándose, como lo habían hecho antes hace tanto tiempo...
PERO LA BOMBA NUCLEAR LOS MATÓ A AMBOS.
Ya sé que lo pones como ejemplo de lo mal que queda un final incongruente, pero he soltado la carcajada.
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