Doña Alejandrina
Publicado: 09 Nov 2006 07:04
Doña Alejandrina, una señora sevillana que estaba ingresada conmigo, se despertaba siempre temprano, le cerraban las cortinas para ponerle la cuña y después le traían el desayuno a la cama. Luego, si se lo permitían sus fuerzas, se levantaba y se acercaba al lavabo para asearse ella sola.
A tientas, llegaba al espejo que estaba en una esquina de la blanca, blanca habitación y, empapando su antigüedad de nácar en agua, se peinaba el pelo de las sienes hacia afuera y hacia atrás, con volumen, el flequillo para atrás, aún más volumen; la frente, surcada por las emociones y por todos los quebraderos de su larga vida, despejada, sincera.
Con el pelo amarillo pálido –natural era blanco, blanquísimo, pero nunca aceptó que había envejecido tanto que ya no tenía ni salud ni color en el pelo– adherido a la coronilla como la almohada se lo había dejado, se enmarcaba, tomándose una buena media hora, toda su carita de pasa con la aureola de la vejez en majestad, que ella misma cuidaba como podía: los pelos que se veía al espejo se los colocaba en haces rigurosamente ordenados, los que no, se quedaban como estaban.
–Señora, ¡que la coronilla también es suya!
Doña Alejandrina se reía con sus dientes de perla de mentira, y se pasaba el peine por la coronilla. Luego se volvía a acostar y toda la obra se le chafaba.
Al día siguiente lo mismo.
En la mesita de noche guardaba su oro, su bolso con sus toallitas húmedas, su barra de carmín, su peine, su colonia, y su monedero y cartera con las fotos de la familia que todos los días puntualmente la acompañaba desde la hora del desayuno hasta la de la cena.
De comida pescado, lo mismo que ayer, lo mismo que antes de ayer. Nos lo comíamos a gusto, pero era ya el quinto día que teníamos que tragar espinas.
Al día siguiente, la enfermera que nos traía el almuerzo nos contó que el cocinero se había reído mucho cuando había leído, escrito con carmín en la bandeja de doña Alejandrina:
–Miau miau miau miau miau miau MIAU MIAU miau MIAU miau miaU...
A tientas, llegaba al espejo que estaba en una esquina de la blanca, blanca habitación y, empapando su antigüedad de nácar en agua, se peinaba el pelo de las sienes hacia afuera y hacia atrás, con volumen, el flequillo para atrás, aún más volumen; la frente, surcada por las emociones y por todos los quebraderos de su larga vida, despejada, sincera.
Con el pelo amarillo pálido –natural era blanco, blanquísimo, pero nunca aceptó que había envejecido tanto que ya no tenía ni salud ni color en el pelo– adherido a la coronilla como la almohada se lo había dejado, se enmarcaba, tomándose una buena media hora, toda su carita de pasa con la aureola de la vejez en majestad, que ella misma cuidaba como podía: los pelos que se veía al espejo se los colocaba en haces rigurosamente ordenados, los que no, se quedaban como estaban.
–Señora, ¡que la coronilla también es suya!
Doña Alejandrina se reía con sus dientes de perla de mentira, y se pasaba el peine por la coronilla. Luego se volvía a acostar y toda la obra se le chafaba.
Al día siguiente lo mismo.
En la mesita de noche guardaba su oro, su bolso con sus toallitas húmedas, su barra de carmín, su peine, su colonia, y su monedero y cartera con las fotos de la familia que todos los días puntualmente la acompañaba desde la hora del desayuno hasta la de la cena.
De comida pescado, lo mismo que ayer, lo mismo que antes de ayer. Nos lo comíamos a gusto, pero era ya el quinto día que teníamos que tragar espinas.
Al día siguiente, la enfermera que nos traía el almuerzo nos contó que el cocinero se había reído mucho cuando había leído, escrito con carmín en la bandeja de doña Alejandrina:
–Miau miau miau miau miau miau MIAU MIAU miau MIAU miau miaU...