Epístola a Cíclope
Publicado: 12 Oct 2006 07:55
¡Císcope, amigo!
Llevo meses detrás de esta carta, meses engarrotada en la faringe sin querer salir, y es que no encontraba la puta su destino.
¡Cíclope! ¡Qué alivio hablarte a ti que escuchas sólo en este putiferio, y ¡horror! ¡A punto estabas de escurrirte de mí de nuevo, lagarto! Qué fortuna que se te se oye ya desde las plantas de arriba, pues el alboroto que se monta entre el servicio no es para menos.
Me llena de dicha la lectura de tus ahora escuetos mensajes, que si por ventura te pluguiere, han de volverse numerosos en una semana a más tardar, porque sin ellos como guía ¡ay de mí! Me deshago. Te hablo desde la más absoluta de las humildades y te beso los pies, te juro, por la boa que nos luciste, que no ha de haber sombra de orgullo sin comedimiento en relación contigo por mi parte, ¡qué flaca y que escasa se ha visto, por Dios, mi proyección toda!
¡Qué vergüenza ahora!
No, ¡¡por Dios, Cíclope, no! Te suplico que ahora mismo borres de tu cabeza la (¡absurda!) posibilidad de que el tiempo haya pasado aquí en tu ausencia. Sin ti las aguas no corren, las arenas no caen, y la quietud es inmanente a los vientos. No leas las barbaridades vacías de estos meses de calma chicha, de estos meses de oscuridad sin ti, faro. ¡Me moriría de vergüenza si supieras...! Y hasta tu amigo el homosexual se me ha encaramado a las barbas. ¡Qué colores...!
No, por Dios, Cíclope, por tus orejotas que son lo más sagrado, ¡reprímete! Sácate los ojos que que tú me leyeras ahora en mi vanidad, inconsciente de tu futurible presencia me encendería las mejillas de tal manera que se me borrarían las pecas que nunca tuve y ya nunca me atrevería a mirarte a ese ojo tan discreto que te luce esquivo en mitad de la cara.
¡Qué cosas me han dicho, Cíclope! ¡¡Y arrojan tu figura como si fueras una estrella (que lo eres, Polaris, no te quepa ni duda) japonesa!! ... y pretenden herirme cuando me dicen que ¡ay de mí! a tu sombra soy la ínfima de las cortaduras de uña. No saben que no me comparo, no osaría ya, Bisojo, y si lo hiciera antes de ahora te hago saber que estoy profundamente arrepentido.
¡Uff! Todavía recuerdo el último roce que tuve contigo, sobre el redondeado damero de los pechos de una dama, que yo te discutía que fueran peludos ni por debajo de la epidermis. Tú humillabas entonces a mi virilidad discutiendo que yo hubiera tenido trato con la gentileza del olor profundo de una damisela de caderas de las de montar y de senos de los de bronce. Yo te dije... ¡Ay! Qué cosas te dije de las que no tendré nunca tiempo bastante para desdecirme, mirándote, osado, tus estivales y lamiéndolos por darles del betún de mi hocicazo mugriento.
La última vez que hablamos, qué honra y orgullo los míos, en la generosidad ingente de tu lengua violenta, me hiciste notar lo bruto y tercero de mi nula experiencia y pues quise hacerme digno (si bien, consciente soy, no lo seré nunca para ti), meses son ya que experimento, no por la gloria en sí misma que no valoro tanto, sino por hacer que tus ojos caigan, de cuando en vez, sobre el cogote mío desnudo, y así viéndolo descubierto te dignes a propinarme un bien merecido correctivo para que ¡ay! Para que no me pierda, Cíclope, más de lo que lo estoy ya. Como iba diciendo, meses son que hago prácticas de mujeriego, no por equipararme (estúpido sería tratar de hacerlo), sino por tener de qué hablar contigo que no revierta en bostezo, y así apuntarme esférico a tu clase de balompié, que todo pescozón tuyo me instruye, que toda salida tuya me inspira.
¡Mira qué hora es, Cíclope! Media hora y marcho de aquí (estoy aquí en casa, en los Madriles, preguntándome qué vientos benditos te habrán movido y qué aguas surcará ahora tu orza inquieta) en busca de una dama a la que propinar ¡ay suspiro! Amor a quintales, y todo, fíjate bien lo que te digo:
Por complacerte.
Si es que me haces crecer, Cíclope.
Cuánto te he echado de menos, Cíclope, ¡¡cuánto!! No lo sabes tú bien. El sábado vuelvo, y quiero...! Me corrijo: ahincadamente, te pido una respuesta.
Quiero saber, entonces, Cíclope, desde tu corresponsalía en la pérfida Albión (¿es?):
¿A cuántas vírgenes más te has ciscado, tú, el último de los infantes de las Matriarcas?
Llevo meses detrás de esta carta, meses engarrotada en la faringe sin querer salir, y es que no encontraba la puta su destino.
¡Cíclope! ¡Qué alivio hablarte a ti que escuchas sólo en este putiferio, y ¡horror! ¡A punto estabas de escurrirte de mí de nuevo, lagarto! Qué fortuna que se te se oye ya desde las plantas de arriba, pues el alboroto que se monta entre el servicio no es para menos.
Me llena de dicha la lectura de tus ahora escuetos mensajes, que si por ventura te pluguiere, han de volverse numerosos en una semana a más tardar, porque sin ellos como guía ¡ay de mí! Me deshago. Te hablo desde la más absoluta de las humildades y te beso los pies, te juro, por la boa que nos luciste, que no ha de haber sombra de orgullo sin comedimiento en relación contigo por mi parte, ¡qué flaca y que escasa se ha visto, por Dios, mi proyección toda!
¡Qué vergüenza ahora!
No, ¡¡por Dios, Cíclope, no! Te suplico que ahora mismo borres de tu cabeza la (¡absurda!) posibilidad de que el tiempo haya pasado aquí en tu ausencia. Sin ti las aguas no corren, las arenas no caen, y la quietud es inmanente a los vientos. No leas las barbaridades vacías de estos meses de calma chicha, de estos meses de oscuridad sin ti, faro. ¡Me moriría de vergüenza si supieras...! Y hasta tu amigo el homosexual se me ha encaramado a las barbas. ¡Qué colores...!
No, por Dios, Cíclope, por tus orejotas que son lo más sagrado, ¡reprímete! Sácate los ojos que que tú me leyeras ahora en mi vanidad, inconsciente de tu futurible presencia me encendería las mejillas de tal manera que se me borrarían las pecas que nunca tuve y ya nunca me atrevería a mirarte a ese ojo tan discreto que te luce esquivo en mitad de la cara.
¡Qué cosas me han dicho, Cíclope! ¡¡Y arrojan tu figura como si fueras una estrella (que lo eres, Polaris, no te quepa ni duda) japonesa!! ... y pretenden herirme cuando me dicen que ¡ay de mí! a tu sombra soy la ínfima de las cortaduras de uña. No saben que no me comparo, no osaría ya, Bisojo, y si lo hiciera antes de ahora te hago saber que estoy profundamente arrepentido.
¡Uff! Todavía recuerdo el último roce que tuve contigo, sobre el redondeado damero de los pechos de una dama, que yo te discutía que fueran peludos ni por debajo de la epidermis. Tú humillabas entonces a mi virilidad discutiendo que yo hubiera tenido trato con la gentileza del olor profundo de una damisela de caderas de las de montar y de senos de los de bronce. Yo te dije... ¡Ay! Qué cosas te dije de las que no tendré nunca tiempo bastante para desdecirme, mirándote, osado, tus estivales y lamiéndolos por darles del betún de mi hocicazo mugriento.
La última vez que hablamos, qué honra y orgullo los míos, en la generosidad ingente de tu lengua violenta, me hiciste notar lo bruto y tercero de mi nula experiencia y pues quise hacerme digno (si bien, consciente soy, no lo seré nunca para ti), meses son ya que experimento, no por la gloria en sí misma que no valoro tanto, sino por hacer que tus ojos caigan, de cuando en vez, sobre el cogote mío desnudo, y así viéndolo descubierto te dignes a propinarme un bien merecido correctivo para que ¡ay! Para que no me pierda, Cíclope, más de lo que lo estoy ya. Como iba diciendo, meses son que hago prácticas de mujeriego, no por equipararme (estúpido sería tratar de hacerlo), sino por tener de qué hablar contigo que no revierta en bostezo, y así apuntarme esférico a tu clase de balompié, que todo pescozón tuyo me instruye, que toda salida tuya me inspira.
¡Mira qué hora es, Cíclope! Media hora y marcho de aquí (estoy aquí en casa, en los Madriles, preguntándome qué vientos benditos te habrán movido y qué aguas surcará ahora tu orza inquieta) en busca de una dama a la que propinar ¡ay suspiro! Amor a quintales, y todo, fíjate bien lo que te digo:
Por complacerte.
Si es que me haces crecer, Cíclope.
Cuánto te he echado de menos, Cíclope, ¡¡cuánto!! No lo sabes tú bien. El sábado vuelvo, y quiero...! Me corrijo: ahincadamente, te pido una respuesta.
Quiero saber, entonces, Cíclope, desde tu corresponsalía en la pérfida Albión (¿es?):
¿A cuántas vírgenes más te has ciscado, tú, el último de los infantes de las Matriarcas?