Adyrah Coen tenía un sólo ojo y según su religión tenía que guardar el más absoluto reposo los cuartos días de su semana. Su semana empezaba los miércoles, así que el día de reposo de Adyrah coincidía, de forma completamente casual, con el de los judíos.
Así pues a Adyrah su religión le impedía usar aparatos de cualquier clase en cualquiera de las horas que van desde las doce de la noche del viernes al sábado hasta las doce de la noche del sábado al domingo, pero eso no le impedía programar su jornada con antelación, de manera que nada le impidiera llevar una vida casi normal aun los sábados.
Adyrah, que desde muy joven había destacado por su facilidad cacharreando, se pasaba las dos últimas horas del viernes programando toda clase de aparatos para que mágicamente funcionaran a su hora, a lo largo de todas las horas del sábado.
Adyrah se levantaba de la cama un sábado, planeando no quitarse el gorro de noche en todo el día y todos sus valiosos y futuristas aparatitos empezaban a trabajar a su hora. Las salas de Adyrah se iluminaban mágicamente al cruzar los umbrales, los electrodomésticos, con el vientre lleno de manjares, empezaban a funcionar a la hora del desayuno, a la hora del almuerzo, a la hora de la cena y aun entre comidas escupían alguna que otra golosina.
Adyrah, para no incomodar a sus dioses, hacía incluso el esfuerzo de sorprenderse cada vez que su ingenio, que procuraba dejar llevar sábado abajo, le proporcionaba todo lo que necesitara para vivir. Trataba sinceramente de engañarse a sí mismo con estas cositas, pues le gustaba pensar que era verdaderamente el Destino, y no otra fuerza, diabólica voluntad de ser terrenal, el que ponía en sus manos esa vida regalada que se daba los sábados.
Se diseñó su habitáculo sabático, un espacio de no más de seis metros por dos, en donde hacía toda su vida de psique y cuerpo vacante. Allí estaba su lecho, su fuego, su cuarto para la higiene (que siempre evitaba los sábados, librado por Dios, como se decía así mismo con una enorme sonrisa de satisfacción los domingos bajo la ducha, de regreso ya a una vida normal y activa en la que se podía permitir emociones y satisfacciones personales) y el centro neurálgico del vegetar aséptico: la sala de estar.
Desde allí emulaba a las almejas y a cada paso que daba para cumplir con su fisiología de vertebrado, mamífero a mayor desgracia, paso que representaba una tortura para su cuerpo que era ya de base una inconveniencia los sábados, envidiaba intensamente a los moluscos (y ese pensamiento lo llevaba a cabo los domingos pues no quería pecar).
Se levantaba del lecho únicamente para ir a dar con una posición que le permitiera engullir sin utilizar el aparato muscular.
Movía las articulaciones únicamente para llevarse la comida a la boca...
Y se dejaba crecer el musgo entre los dedos, vegetando.
Su fé se hacía fuerte pues creía en la desidia inducida y hubiera vivido en ella el resto de sus días de no haber nacido con un... ¡maldito! Cuerpo humano.
Vegetar aséptico
Vegetar aséptico
[...] se vio tragado por la boca de una decadencia larga y serpenteante, de la que no volvería a salir hasta que, al final mismo de sus días, se enamoró por fin de su mujer.