Don

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
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Lenina
Comodora
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Registrado: 08 Ago 2003 15:47
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Don

Mensaje por Lenina »

Otra vez la misma pesadilla que se repite.

Doy pasos vacilantes por una playa de arena blanca y fina. El mar, de un turquesa vivísimo, me espera a cien, a cincuenta, a veinte, a diez, a dos metros. Tocó el agua y está fria, pero prosigo y siempre en el mismo punto, resbalo y mi cara se estrella contra el agua, y soy incapaz de darme la vuelta. Braceo y la corriente me arrastra hacia dentro, donde ya no hago pie, me hundo, miro hacia arriba y tras la cortina de agua puedo ver en la orilla una casa de piedra blanca, y alguien de pie en una ventana que me mira, que mira como muero sin hacer nada.

Despierto y tardo unos segundos en comprender que ya no estoy en el agua, porque tengo la cara húmeda y salada de mis lágrimas.

Ya no hay engaños en mí. Admito lo que soy y lo que he sido. "Ninguna obra de arte nace sin la colaboración del demonio", y como André Gide pienso que el primer deber del artista es con su arte.

No hubo humo, ni contratos firmados con sangre, ni apariciones, ni vida eterna. Hubo un don, mi don, mi maldición, al que no pude evadirme. Amo tanto como odio mi arte.


Nunca vi inusual que siendo un niño, sólo pintara cuando estaba triste. Lo veía como un desahogo de las emociones. Tenía 16 años cuando mi padre murió de cáncer. Me encerré a pintar en mi cuarto y dos días después veía a luz el cuadro que me abrió las puertas del mundo de la pintura y me proporcionó la etiqueta de joven genio. Cuatro años después, la muerte de mi madre en un accidente y mi segundo cuadro aclamado por la crítica y que me dio fama nacional. Dos años después, la muerte de mi mejor amigo, y el cuadro que me hizo universalmente famoso, me hicieron abrir los ojos. Nada era casual. Una pérdida y una ganancia. El dolor y la obra de arte. Las lágrimas y la fama. La depresión y el reconocimiento.

Me casé, tuve un hijo. La felicidad me desbordaba y al mismo tiempo mis cuadros se volvieron mediocres, aburridos. Llegué a un punto sin retorno, debía elegir.

Aquella tarde miraba desde la ventana de mi estudio la playa blanca, el mar infinito. Mi mujer, unas vecinas y sus hijos paseaban por la playa. Mi hijo de dos años se despistó del grupo, corrió inseguro hacia el mar. Sólo yo lo veía. Pude haber abierto la ventana, gritado, golpeado los cristales, y alguna de las mujeres, quizá la mía, me hubiese oido.

No hice nada.

Pronto fue sólo una cabeza rubia en medio del azul, y desapareció de pronto.

En ese mismo instante me giré y empecé a pintar, y seguí pintando hasta que los gritos de mi mujer fueron tan fuertes que atravesaron los cristales de la ventana.

Desde entonces sólo vivió mi sombra. Odiaba el cuadro de mi hijo. Odiaba el cuadro que había revolucionado la pintura. Odiaba las lágrimas de mi mujer. Odiaba el amor en su mirada al ignorar que yo había matado a su hijo. Me odiaba. Me odio.

Pero faltaba algo. Quedaba otro sacrificio.

Y aquí estoy, me acabo de despertar, como siempre, de la misma pesadilla. La puerta de mi estudio, contiguo a mi habitación, esta abierta, pero no me atrevo a mirar. La belleza de mi último cuadro me hiere como un cuchillo. Ya no hay nada vivo en mí para apreciarlo. He agotado hasta el dolor.

Acaricio con infinito amor los rizos rubios de mi mujer, su cara, y me estremezco ante la frialdad de la muerte. Hace 24 horas que le di, como todas las noches, en la cama su vaso de leche caliente. Y después pinté. Pinté durante 24 horas seguidas el cuadro más bello que alguien haya pintado jamás. Y después dormí, porque estaba tan cansado que apenas era consciente y necesitaba estar consciente y despejado para poner la cantidad exacta de veneno en mi desayuno. La misma cantidad que le eché a ella. La misma cantidad que hará que por fin pueda dormir sin pesadillas.

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