Todavía no
Publicado: 03 Nov 2005 17:56
Todavía no, tan sólo un poco más.
No se podía derrumbar ahora. Todavía quedaban miles de detalles sin pulir. Las flores, la música, la casa, que había que mantener en un luto perfecto y pulcro. El entierro, los pésames, las visitas corteses. Los primeros días sin él, en una cama vacía, en una habitación donde sobraba la mitad del espacio, la mitad del armario, la mitad del aire que respiraba.
Un poco más y ya podría derrumbarse a solas. Sin que nadie la viera lamerse las heridas.
En las horas de su ardiente juventud, cuando todavía lo amaba con pasión y lo odiaba a veces con más pasión todavía, aún quedaba en su corazón una llama de rebeldía por lo que ella misma había escogido. A veces pensaba en su viudedad como un periodo tranquilo y dichoso, donde ya no tendría que aguantar su tos en las mañanas de invierno, sus caprichos a la hora de la comida, sus gritos cuando se enfadaba por las niñerías de siempre. Y no había dejado de quererlo, pero le tenía el rencor de la convivencia.
Pero ahora, cuando llegaba el momento en que podía derrumbarse, ya no se acordaba de las pequeñas miserias, de las rencillas que hicieron peligrar su matrimonio, y que luego se quedaron doliendo como astillas bajo los dedos, para siempre. Ni tampoco recordaba la pasión de los primeros años, ni las rosas, ni las cenas, ni el romanticismo.
Tan sólo se acordaba de los últimos años, cuando la vejez se apoderó de él de repente, y volvió a ser un niño en sus manos. En sus ojos agradecidos cuando le ayudaba a levantarse de la cama, en el roce deliberada de la punta de sus dedos en su muñeca, cuando, como siempre, le acercaba las gafas, que él, como siempre, siempre perdía en misteriosos rincones de la casa. En el profundo vacío que la sumía saber que sólo en los últimos días se había dado cuenta de la magnitud de su amor por él.
Había ignorado este momento durante demasiados años. No había querido pensar en la muerte. Y ahora, en lo más profundo de su ser, donde todavía seguía siendo una adolescente recién casada, sentía como si un látigo la hubiese lacerado. No podía pensar más de unos segundos en ello, porque podía derrumbarse al tener la certeza de que ya nadie le amaría como él, ya nadie compartiría todo con ella como él, que sólo él la hubiese llorado como se merecía el día de su muerte.
Pero ya no estaría allí para llorar por ella.
Respiró profundamente y ahogó un jadeo en la garganta. Parpadeó compulsivamente para secar sus lágrimas.
No.
Todavía no.
Tan sólo un poco más.
No se podía derrumbar ahora. Todavía quedaban miles de detalles sin pulir. Las flores, la música, la casa, que había que mantener en un luto perfecto y pulcro. El entierro, los pésames, las visitas corteses. Los primeros días sin él, en una cama vacía, en una habitación donde sobraba la mitad del espacio, la mitad del armario, la mitad del aire que respiraba.
Un poco más y ya podría derrumbarse a solas. Sin que nadie la viera lamerse las heridas.
En las horas de su ardiente juventud, cuando todavía lo amaba con pasión y lo odiaba a veces con más pasión todavía, aún quedaba en su corazón una llama de rebeldía por lo que ella misma había escogido. A veces pensaba en su viudedad como un periodo tranquilo y dichoso, donde ya no tendría que aguantar su tos en las mañanas de invierno, sus caprichos a la hora de la comida, sus gritos cuando se enfadaba por las niñerías de siempre. Y no había dejado de quererlo, pero le tenía el rencor de la convivencia.
Pero ahora, cuando llegaba el momento en que podía derrumbarse, ya no se acordaba de las pequeñas miserias, de las rencillas que hicieron peligrar su matrimonio, y que luego se quedaron doliendo como astillas bajo los dedos, para siempre. Ni tampoco recordaba la pasión de los primeros años, ni las rosas, ni las cenas, ni el romanticismo.
Tan sólo se acordaba de los últimos años, cuando la vejez se apoderó de él de repente, y volvió a ser un niño en sus manos. En sus ojos agradecidos cuando le ayudaba a levantarse de la cama, en el roce deliberada de la punta de sus dedos en su muñeca, cuando, como siempre, le acercaba las gafas, que él, como siempre, siempre perdía en misteriosos rincones de la casa. En el profundo vacío que la sumía saber que sólo en los últimos días se había dado cuenta de la magnitud de su amor por él.
Había ignorado este momento durante demasiados años. No había querido pensar en la muerte. Y ahora, en lo más profundo de su ser, donde todavía seguía siendo una adolescente recién casada, sentía como si un látigo la hubiese lacerado. No podía pensar más de unos segundos en ello, porque podía derrumbarse al tener la certeza de que ya nadie le amaría como él, ya nadie compartiría todo con ella como él, que sólo él la hubiese llorado como se merecía el día de su muerte.
Pero ya no estaría allí para llorar por ella.
Respiró profundamente y ahogó un jadeo en la garganta. Parpadeó compulsivamente para secar sus lágrimas.
No.
Todavía no.
Tan sólo un poco más.