Llevaba unos días que no veía a Pepe, el camarero más eficiente de la cafetería, oía un pedido desde la otra esquina del local y de forma exacta lo ejecutaba sin olvidarse nada ni equivocarse, curioso en efecto pues al mantener esas pequeñas charlas superfluas sobre el tiempo, el fútbol o la noticia del día se mostraba duro de oído y había que subir la voz.
Era mayor y supuse que se habría retirado o jubilado, pero aun así pregunté por él; los nuevos camareros se rieron y cuchicheaban en su idioma, no les pude sacar nada, me daban la razón en todo, eso sí, pero ni puto caso. Al irme me percaté que el nombre de la cafetería lo habían cambiado, todo cambiaba a un ritmo vertiginoso.
Me puse a pasear por esa avenida comercial de toda la vida y se sucedían las sorpresas unas tras otras, sitios ya envejecidos se presentaban a mis ojos por primera vez, al pasar por delante de un escaparate se veía reflejado un señor que hacia mis mismos gestos.
No era yo.
El camarero
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