Ahí os va otro relatillo escrito recientemente. Mi intención es incluirlo en Criptozoología, aunque es el más autonómico, y ya veréis porqué. A ver si os mola.
El Alcor
No descubro nada nuevo si digo que Madrid es un compendio de oportunidades perdidas. A lo que pudo ser y no es se le suma lo que no se intentó siquiera, y una ignorancia congénita y ensimismada que nos lleva a estimar lo intolerable. No voy a perder mi tiempo desgranando las causas de todo esto. Personas mucho más inteligentes y preparadas que yo ya lo hicieron antes, y no soy historiador ni teórico. Yo lo que soy es un hombre de acción, humilde y paciente, que sabe que su momento puede tardar en llegar toda una vida, y que últimamente se las ve y se las desea con esta resignación palurda que destruye o destierra todo lo que nace con la intención de contrariarla.
Los que se acuerden del 77 de Fuencarral solo lo harán por su galería, en otro tiempo comercial, que conectaba esa calle con la Corredera Alta de San Pablo y le regalaba a la ciudad un callejón de propina. Casi nadie sabía decir que esa era su dirección exacta, qué aspecto tenía su fachada ni con qué criterio se lo declaró inmueble protegido. Se hizo apelando a su singularidad arquitectónica, la que resulta, digo yo, de incrustar un estafermo de hormigón enfrente del Real Hospicio de San Fernando, obra emblemática del barroco madrileño y de su autor, Juan de Ribera. Aunque podría citar al menos otros cuatro disparates parecidos solo en ese tramo de calle, así que debió ser por la galería, que singular sí que era. Hay quien se empeña en recordarla fastuosa, pero en los rancios letreros de tipografía añeja yo solo veía tristeza, no tanto por lo que fueron al final sino por lo que pretendían ser al principio: un anticipo de tiempos mejores en ese Madrid tan poco acostumbrado a las novedades ni a tener con qué comprarlas. Qué tiempos tan oscuros aquellos, peores incluso que éstos. Nadie había viajado, ni se había endeudado, ni había catado eso de la Excelencia. Así pasaban por bien colectivo intereses personales y políticos sin que la propaganda tuviera que hilar muy fino, pues no es finura lo que mejor entiende un pueblo que presume de bronceado cuando le tiznan la cara.
Fue un director general de la época, un tal Nieto, quien ordenó construirlo con la excusa de reunir algunas oficinas dispersas del Catastro y la Tesorería. También se le hizo un hueco a la Asociación Nacional de Enfermos de Polio y al Sindicato Nacional de Numismática. Pero Nieto se reservó los dos últimos pisos, de cuatrocientos metros cuadrados cada uno, para él y otro falangista, Hedilla Larrey. La que más lo disfrutó fue la esposa de este último, una marquesa que enviudó pronto y que apenas salía de casa. De ella fue la idea de la galería, pues padecía agorafobia y no quería tener que caminar mucho para ir a la peluquería. La comisión recayó en el arquitecto Miguel Muñoz Monasterio, un experto en graderíos y cosas grandes que ya por entonces había firmado el Santiago Bernabéu y el Sánchez Pizjuan, y que llegó a presentar un anteproyecto para la cruz del Valle de los Caídos. Deduzco, por tanto, que este nuevo encargo debió suponer para él un caramelo infrecuente por lo coqueto, y tuvo a bien ejecutarlo con lealtad a los principios del racionalismo mesetario al que tantos honores debía, aunque sin privarnos de algunas ocurrencias de su propio repertorio.
Monasterio tuvo el buen criterio de aprovechar la luz natural abovedando algunos tramos de la galería con pavés traslúcidos, tan de la época. Quizás intuyendo que con el tiempo cogerían mugre, quiso curarse en salud jalonándolos de faroles de forja, y porque además le apeteció ese toque neoherreriano que no le dejaron darle al Bernabéu. El suelo de terrazo con guijarro gordo, que aquello no era una escuela, y en la plazoleta central, mampostería serrana. Hasta aquí todo muy ortodoxo. Pero toda gran obra debe llevar el sello de los que la hicieron posible y esta llevaba dos: un mural escultórico que representaba a un varón agarrando las crines a un caballo rampante y un caballito, éste de mar, incrustado en el mármol de la plazoleta. Un chiste privado de la marquesa, supongo. Monasterio estaba hecho de otra pasta.
No seré yo quien critique la extravagancia de incluir un teatro con cien butacas en la tercera planta. De lo que ahí se representaba no ha quedado constancia, pero basándonos en el gusto de los patrones podemos especular con todo tipo de sainetes cuyo patriotismo había que determinar antes de su estreno, y puede que algún pase privado con coristas de provincia ávidas por impresionar a un público tan distinguido. Habrán leído que era suntuoso, pero no habrán visto ni una fotografía. Yo les aseguro que era un nicho. Y ciertamente no era público: casi nadie sabía de su existencia hasta poco antes de que yo lo comprara.
Me acuerdo que una vez un conservacionista intentó explicarme que su fachada era “optimista”. Obviamente no logró engatusarme con ese lenguaje tan hermoso que usan los arquitectos en el que todo “se resuelve”. En cualquier otro sitio habría sido una fachada banal, y donde estaba resultaba execrable. Vaya por delante que yo también tengo sensibilidad para lo sórdido. La sordidez ha dado obras de arte excelsas y rincones deliciosos, muy aptos para el recogimiento. Pero este tipo de sordidez no habla bien de nosotros. Uno puede simpatizar con Régula, de Los Santos Inocentes, y no quererla de madre. Octavio Paz, por su parte, dice que un edificio es un testigo insobornable de la Historia, y a éste había que callarlo.
A finales de los setenta llegó la decadencia de la galería. Me refiero a la oficial, a la incontestable. La heroína terminó dándole la razón a todos los que llevaban años avisando de la relajación de las costumbres y se pusieron rejas que se cerraban por las noches y que eran más racionalistas que neoherrerianas. El que quisiera cruzar, que diera un rodeo. La prosperidad prometida se fue cubriendo de hollín y carteles y los negocios fueron cerrando uno a uno, por jubilación mayormente. Con todo, cada año regresaba la primavera. ¿Las recuerdan? Yo recuerdo que no había árboles y que los coches aparcaban en la acera, y que, bajo los cristales renegridos de la bóveda, siempre parecía enero. Pero dicen que entonces Madrid bullía con una energía que ya no ha recuperado nunca. Yo de esto no sé decirles, no se preocupen si ustedes tampoco se dieron cuenta.
Los años pasaron y la ciudad se fue aseando. De repente Fuencarral se puso de moda y se hicieron planes para recuperar la zona, todos muy sensatos. Se pintaron fachadas, se ensancharon aceras, se peatonalizaron plazas y se plantaron aligustres. Los drogadictos se murieron ellos solos, y también la marquesa y el último negocio de la galería, que seguía abierta a los peatones. El Ayuntamiento, propietario del inmueble, no quiso volver a alquilar los locales ni las oficinas. De todos sus propósitos y despropósitos, al final solo le quedó el de atajo. Y su estampa, recordándonos lo lejos que hemos estado siempre de la Excelencia.
¡La Excelencia, tan cacareada últimamente!
Por Excelencia entienden los cerdos estos -que siguen siendo los mismos de Larrey y Nieto- que la gente les cuadre las cuentas renunciando a su tiempo. Que se ignore la vida con todos sus tesoros por algo que no es de uno ni lo será nunca. Son los mismos que un día proyectan una ciudad y la trocean en raciones miserables para tocar a más, dejándola mellada para siempre. Son cerdos porque, mientras se llenan el buche, lo dejan todo hecho una pocilga. Pero a todo cerdo le llega su San Martín, si me perdonan el tópico, y los cerdos de nuestro tiempo las están pasando canutas. Han viajado, se han endeudado, han catado la Excelencia y la han importado a su manera, a veces con buenas intenciones y otras para joder directamente. No importa: lo hecho, hecho está y ya no les queda dinero. Y por eso ahora, más que como cerdos, se comportan como putas.
Se da la circunstancia de que hace poco heredé una fortuna. En mi familia nos avenimos raro, así que no contaba con ella. Tampoco contaban con ella mis amigos, que me veían languidecer en mi casa sin atreverse a preguntar qué pensaba hacer con mi vida. No habría sabido qué responder, nada corría prisa. Pero ahora que me he convertido en un excelentísimo señor las cosas cambian. Ahora soy un militante.
Hay que ser precavido cuando no se tiene experiencia manejando dinero y mentalizarse de que, para dilapidar una fortuna, hace falta una corte de sanguijuelas. Efectivamente, tengo una cantidad considerable y no la quiero invertir en nada. Que no, que no quiero convertirme en alguien como usted. Le exijo saber por escrito cuánto será su parte. Estoy seguro de que le sobran clientes de los que puede sacar tajada. Lo que yo le ofrezco es otra cosa: dejar su huella en esta ciudad a la que tanto debemos. Perpetuarse, que diríamos. El dinero no dura más de una generación, pero la piedra permanece. ¿Le interesa? Porque necesito contactos en el ayuntamiento, arquitectos y una oficina de prensa. No es que me importe lo que digan, al menos a corto plazo. La piedra sabe esperar.
Mis sanguijuelas me confirmaron que no había ningún plan para Fuencarral 77. El ayuntamiento estaba esperando un buen momento para alquilarlo, esta vez entero, o venderlo. Pero lógicamente nadie pensaba que éste fuera ese momento, y por muy mal que estuvieran las cosas, tampoco querían malvenderlo. Así que estábamos de suerte, porque yo no quería malcomprarlo.
Estos veinticuatro meses que han pasado desde que se anunció el proyecto hasta que se dio luz verde al derribo seguramente han sido los más intensos de mi vida. También lo han sido de un montón de mediocres que no tenían nada mejor que hacer y que, en un aspaviento por mantener el mundo a su altura, arremetieron en comandita e invocaron a todos sus dioses, desde el último premio Pritzker hasta los que levantaron Stonehenge. De mí hicieron la celebridad que ya conocen: el iluminado, el megalómano, el acomplejado, el anacrónico, el insensible social, el progre resentido y el hortera más grande que ha dado esta nación tan fecunda en ellos. Yo estoy de acuerdo con todo, pero que me concedan a cambio que fueron ellos los que se empeñaron en atribuirme un protagonismo que nunca he buscado. Además, el berrinche no les sirvió de nada porque la decisión ya estaba tomada, aunque se tuvo el tacto hacerles creer que les tenían en cuenta mientras se ultimaban otros detalles éticos y estéticos. A saber:
Se me permitía tirar un edificio protegido y levantar otro en su lugar que iba a doblar su altura y la de todo el barrio. A cambio debía renunciar a todo ánimo de lucro. La renta de los nuevos locales comerciales sería gestionada por el Ayuntamiento y se emplearía en el mantenimiento del edifico, y lo que sobrara (casi todo) se concentraría entre las plantas cinco y seis, donde se alojaría la nueva sede de la Tesorería Municipal. Del resto no podría venderse ni un metro cuadrado porque, en estos tiempos que corren, una extravagancia de este calibre solo puede justificarse con fines altruistas, dijeron. Y como en esto también estuve de acuerdo, les propuse llegar un poco más lejos:
Se continuaría la peatonalización de Fuencarral hasta Barceló, lo que implicaba a otras nueve calles aledañas. El tráfico entre Malasaña y Chueca, que ya estaba entorpecido antes de esta intervención, se canalizaría por dos túneles cuyo trazado al final no hizo falta definir porque les pareció demasiado jaleo, aunque no le hicieron ascos a una remodelación de la estación de Tribunal y a un parking de seis niveles para el que ya llamaban ellos a sus arquitectos habituales. Pues nada, ellos se lo pierden.
El acceso a la galería comercial se hará a través de tres recios arcos de herradura hundidos en la fachada por una serie de seis arquivoltas. Vistiendo el espacio a ambos lados, dos murales escultóricos que representan los dos mitos ibéricos más antiguos: Hércules decapitando al monstruo Gerión, frente al mar, junto al agujero en el que enterrará sus tres cabezas y sobre el que levantará el faro que lleva su nombre, y Habidis en el panel contrario, amamantado por una cierva. Esta sección, ejecutada en piedra blanca de Novelda como la empleada en el Palacio de Correos de Cibeles, tendrá una altura de dos pisos y marca el zócalo sobre el que se asienta el resto de la estructura.
El siguiente nivel es el más ambicioso técnicamente y el más controvertido desde el punto de vista estilístico. Revestido en ladrillo rojo con motivos geométricos resaltados, aquí se ubicarán el foso de la orquesta y el auditorio. Para evitar las estrecheces que impone el solar, el auditorio estará situado encima del foso, separado de éste mediante un suelo enrejado. Será, que yo sepa, el primer teatro del mundo donde el público se siente encima de los músicos. Se dice que la música no llegará correctamente empastada y que solo se oirá bien la sección de instrumentos que se tenga debajo. Ya lo veremos. A mí me preocupa más que el sonido alcance la calle de la manera más limpia posible. Con este propósito se ha optado por una serie ventanas ovaladas verticales, siete en total, que rompen con el estilo neomudéjar dominante. No puede ser de otra manera para que cumplan la función que les deseo. Se abrirán cuando la meteorología lo permita y derramarán el sonido sobre la acera gracias a la forma de embudo de sus intradorsos, su trayectoria descendente y sus pronunciadas marquesinas en forma de pétalo.
Un diseño tan singular exige una programación específica. Para los recitales de interior lo ideal es la música de cámara, el ornato, la ligereza, mientras que la calle pide densos enjambres harmónicos, amplitudes y tempos lentos que le saquen todo el partido a la caja de resonancia del foso. En el consistorio van listos cuando me piden inaugurarlo con piezas de Falla y Granados. No saben que todo el concepto nace inspirado en la Séptima Sinfonía de Bruckner, y que tal vez no haya otra obra que pueda oírse igual que ésta. Yo estas cosas me las callo, claro. Ya le cogerán el punto.
El tercer y último nivel suma otras dos plantas que igualan la altura de los edificios anexos. Aquí se combinan los dos materiales ya citados: ladrillo visto para la fachada, con nuevos motivos geométricos y ventanas de medio punto, y piedra blanca para la torre. La primera retrocede para dejarle espacio a la segunda, que se eleva monolítica sobre los desaliñados tejados del barrio. Es mi deseo que nada rompa su sereno alzado, ni adornos ni tragaluces, en un ejercicio que algunos quieren emparentar con el art nouveau. Yo discrepo. La geometría octogonal de su remate y su revestimiento en cerámica verde copian sin disimulo el campanario de Nuestra Señora de Utebo, cumbre del mudéjar aragonés.
La fachada de Corredera Alta de San Pablo es tan estrecha que Muñoz Monasterio prefirió ignorarla. Yo la he incendiado. Me ha costado tres arquitectos: al primero lo despedí, el segundo renunció y el tercero se niega a firmarla, como si fuera suya. Se trata de un arco apuntado polilobulado tan alto como tres plantas. El resto de la fachada estará cubierta por una celosía de arabescos flamígeros. Desde el interior, Malasaña parecerá en llamas. La corona un esbelto pináculo rematado por un chapitel bulboso cuya única función es la de mirador, ya que la torre de Fuencarral no estará abierta al público mientras yo viva en ella.
La galería le va a dar argumentos a todos los que se empeñan en descalificar mi obra por ecléctica. Pues sí, los arcos de la bóveda son de abanico, iguales que los de la Abadía de Bath. No son fáciles de justificar desde el punto de vista historicista, pero sé que vosotros podréis con ellos. Tragasteis con la Torre de Valencia, con Plaza de Castilla, con los frescos de la Almudena, con el caparazón de Sol y os queda estómago para Eurovegas. Gracias a vuestro esfuerzo nos rodea una fealdad uniforme y mansa, como con sordina. Habéis conseguido que hasta en eso seamos mediocres. Alegraos por una vez: Madrid va a tener una galería espléndida. Ya hay cientos de solicitudes para los locales y elegiremos entre las mejores. El Ayuntamiento se ha reservado uno, sabe Dios para qué, y en otro estará mi fundación. Allí se exhibirán las maquetas de mis siguientes proyectos y los ciudadanos podrán votar qué edificios quieren derribar primero. Porque no, señores, no estoy arruinado. A todos los que les han enseñado a estimar lo intolerable, les traigo la luz. Para todos los que quieren creer que el futuro puede ser hermoso a pesar de todo, yo soy la certeza.
Sedente, avizor, un lince de bronce sobre la torre lo certifica. Puede que la belleza no sea la más urgente de la virtudes, pero sí la más obstinada.
El Alcor
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Re: El Alcor
Me gusta hasta que lías a describir el edificio. A partir de entonces, aunque tu prosa es fantástica, para mí, el interés decae. Y no acabo de verlo dentro de Criptologia, pero bueno.
YO ESTOY INDIGNADO
Re: El Alcor
Coincides con otras opiniones que me han hecho. Yo estoy particularmente contento con este. Todo lo primero es una excusa para llegar al edificio. Es una pajita mental autocomplaciente, como todas las pajitas.
Gracias!
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- Dolordebarriga
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Re: El Alcor
Ya lo sé, pero las pajitas mentales normalmente, funcionan para uno, no para el público. Piensa que tú visualizas claramente el edificio pero el resto no, además a la mayoría ni nos interesa el esfuerzo de visualizarlo porque eso no es nuestra paja. Vamos que lo veo para guardarlo en el cajón, no para publicarlo.
El principio me gusta mucho. Cuando escribes siempre estás a un paso de ser repelente y almibarado pero nunca llegas a dar ese paso, vamos que te mantienes en el punto justo y eso es una virtud de cojones.
El principio me gusta mucho. Cuando escribes siempre estás a un paso de ser repelente y almibarado pero nunca llegas a dar ese paso, vamos que te mantienes en el punto justo y eso es una virtud de cojones.
YO ESTOY INDIGNADO
Re: El Alcor
Cuando terminé de leerlo iba a comentarlo y entonces vi el comentario de Dolores, que dice exactamente lo que yo te iba a decir.
Aunque esta frase me gustó mucho: "no es finura lo que mejor entiende un pueblo que presume de bronceado cuando le tiznan la cara."
Aunque esta frase me gustó mucho: "no es finura lo que mejor entiende un pueblo que presume de bronceado cuando le tiznan la cara."
"Apathy's a tragedy
And boredom is a crime"
GNU Terry Pratchett
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