El lobo
Publicado: 08 Jul 2011 02:26
Y aquí sentada, muy tiesa, aguanto el dolor rechinando los dientes. Siento como si un sádico clavara un tacón de su bota en mi espalda, a la altura del broche del sujetador, mientras estira de un cinturón invisible que pasa por la boca de mi estómago y estruja mis pulmones. Apenas puedo respirar. Tengo el estómago cerrado, y seguramente acabe vomitando la cena. Sé lo que me pasa. Un bloqueo de las vértebras, según mi osteópata, algo normal, que tengo que cuidarme, vigilar los pesos que cargo, etc. Puedo racionalizarlo, puedo intentar calmarme pensando que de normal dura una media hora, que el más fuerte duró casi cuatro, pero que luego pasa. Mágicamente, lo que de repente y sin aviso se puso mal y me causo el dolor, vuelve a su posición normal y no noto nada, ni una molestia.
Pero ahora mismo sólo siento el dolor.
Pienso en mi respiración, y eso ayuda, porque respiro de manera muy superficial, el cinturón imaginario me impide llenar los pulmones, y centrándome en cada respiración me parece que puedo hacerlo mejor. Intento relajarme cantando mentalmente una canción, dejarme llevar por el ritmo, no luchar contra el dolor, sino aceptarlo y esperar a que pase. Sólo esperar.
Pero este dolor me trae cosas que aparqué en el fondo de mi mente que no quiero recordar. Si Pablo estuviera aquí, se pondría en mi espalda, pasaría sus dedos por mi pelo, me susurraría palabras de ánimo al oído, sólo oír su voz me tranquilizaría. Pero estoy sola y la mente viaja por caminos perversos deleitándose en mis miedos más profundos.
Vuelvo a tener las mismas sensaciones que en el hospital. Recuerdo el momento en que me puse de pie después de la operación y caminé penosamente hasta el baño. Era la primera vez que me veía en el espejo en muchos días. Un fantasma se agazapaba en él. Los pechos me colgaban, vacíos y sin vida, mi cara era de color gris ceniciento, y luego la cicatriz, una enorme sonrisa púrpura y horrible, en la que se asomaban unos dientes metálicos como un animal que muerde su presa, y su presa era mi propia carne. Y el presagio a muerte que llegaba a ser tangible en mi propio olor. Apenas podía moverme, y escalar el borde de la ducha me provocó sudores fríos. Me agarré al asa metálica de la pared y cerré los ojos luchando contra el mareo. Encontrar a tientas el grifo del agua fue un martirio, pero el agua tibia cayendo por mi cuerpo me alivió. Mi madre me tendió la esponja que llevaba el jabón incorporado y se desintegraba al contacto con el agua. Negué con la cabeza, era incapaz de soltarme del asa. Y mi madre, siempre tan brusca, tan sargento, tan poco cariñosa para todo, tan intolerante para los males ajenos y no apta para aceptar la debilidad en nadie, sin decir palabra, muy suave, fue frotando mi cuerpo con delicadeza. Entonces entendí la dimensión de lo que me había pasado, lo cerca que había estado de morir, volvió a mí la cara de Pablo, desencajada, bañada en lágrimas mientras me llevaban al quirófano, y empecé a llorar lágrimas ardientes, lágrimas de compasión por mí misma, que como la esponja, desaparecían al contacto con el agua.
Otra oleada de dolor. Cierro los ojos e intento no pensar, pero el lobo se cuela en mi mente. Pasé cuatro días sin dormir en el hospital, a excepción de mi siesta de anestesia, blanca, vacía y sin sueños. Un catarro atroz me ahogaba, y en cada tos, sentía que los puntos se iban a abrir, y me convertiría en un torrente de sangre y vísceras. Ni sentada conseguía respirar bien para poder relajarme lo suficiente y dejarme llevar por el sueño. La noche del cuarto día, empecé a soñar despierta. Primero fue el olor, a perro mojado y a orín fuerte. Luego un reflejo de la luz del pasillo en las baldosas del suelo empezó a convertirse en dos ojos brillantes, y una sombra en una cola peluda. Un lobo no es más que un perro, parece un perro, pero lo que brilla en sus ojos le delata, igual que los ojos delatan al loco. Y este venía al olor de mi sangre. “Estoy alucinando” dije en voz baja, pero Pablo dormitaba en la silla, y nadie me oyó. El lobo me acompañó aquella noche. Se subió a los pies de mi cama y se arrebujó entre los pliegues de las sábanas. Me enseñó sus brillantes dientes que goteaban saliva, y supuse que esperaba el momento en que, vencida por el sueño, cerrara los ojos. Lo miré fijamente a sus ojos amarillos durante horas, sin desfallecer. Al final lo vi escapar por el pasillo, buscando otra presa, y por fin, pude dormir.
En el sueño, estaba en la granja de mi abuela. Cogía una cesta de mimbre y la llenaba de maíz desgranado, para alimentar a las gallinas. Estaba esparciéndolo por el suelo, mientras las gallinas se peleaban por él, cuando me daba cuenta que las tripas se me estaban saliendo por la cicatriz, y resbalando al suelo, aunque no sentía dolor alguno. Me apresuraba a guardarlas en la cesta para que no se ensuciaran más, y no las picaran las gallinas, y llamaba a gritos a mi hermana, que me trajera agua limpia para lavarlas de paja y hierba. Recuerdo que estaban viscosas y resbaladizas como peces. Recuerdo también que pensé que habría que llamar a Pablo, que es mucho más ordenado que yo, porque no me veía capaz de volverlas a meter en mi tripa de manera que cupieran. Estaba muy tranquila. Mi hermana trajo un caldero de agua y empezamos a lavarlas a conciencia. Lo que pasa a continuación está difuso. Sé que ya tengo otra vez las tripas dentro y estoy bien cosida, pero discuto agriamente con mi hermana, porque el agua que trajo era del riachuelo, donde hay serpientes y ranas, y ahora, nadando entre mis intestinos tengo un renacuajo, que muy pronto se convertirá en rana dentro de mí, como un ridículo feto que me morderá las tripas y cuando croe haré ruidos de armario viejo.
Vomito en el baño, como era de esperar. Pero el dolor no cesa, y acabo sentada en las baldosas sudando frío, blanca como un folio. “Que se pase, que se pase, que se pase…” pienso con desesperación, mientras, por costumbre, me acaricio la cicatriz. Se ha quedado un borde duro y abultado, un queloide según mi médico, inofensivo, pero nada estético. Es algo poco común en pieles tan blancas como la mía. “No sé de donde lo ha sacado, yo cicatrizo muy bien” y mi madre explica por enésima vez al doctor que se le cayó una sartén de aceite hirviendo en la mano y no se le quedó marca alguna, ni siquiera una leve coloración en la piel. Y yo, que ya no la escucho, divago y recuerdo las manos de mi abuela, después de una vida de trabajar en el campo, tan inconcebiblemente suaves como el melocotón.
Puedo hacerme cirugía estética, pero no lo haré. Prefiero tener la cicatriz que volver a un hospital. Que esté ahí. No quiero olvidarlo. Mi madre no lo entiende, dice que eso es horrible y me desfigura. No discuto. Ya en la intimidad de mi casa, de mi habitación, de mis sábanas, Pablo besa la herida una y otra vez. La riega con sus lágrimas, y me da la sensación que la herida fuera un montón de tierra donde hemos plantado algo, y con tanta humedad al final saldrá una ramita verde, como las de las lentejas en un bote de yogur que cuidaba de pequeña.
“Casi te pierdo”, me dicen sus ojos, porque su boca, llena todavía de espanto, no se atreve a decirlo. Casi me pierdo y el dolor me devuelve a la boca del abismo al que miré a la cara. Todavía hay noches que sueño con el lobo, que despierto con sus aullidos, aferrando el colchón con las uñas tan fuerte que se me agarrotan los dedos.
Y el dolor pasa. Tan brusco que en un principio apenas me lo creo, pienso que es una tregua para que me confíe. Pero no, pasa de verdad, y ya puedo respirar. Lloró lágrimas candentes de alivio que me estremecen. Sonrío. Hoy no soñaré con el lobo.
Pero ahora mismo sólo siento el dolor.
Pienso en mi respiración, y eso ayuda, porque respiro de manera muy superficial, el cinturón imaginario me impide llenar los pulmones, y centrándome en cada respiración me parece que puedo hacerlo mejor. Intento relajarme cantando mentalmente una canción, dejarme llevar por el ritmo, no luchar contra el dolor, sino aceptarlo y esperar a que pase. Sólo esperar.
Pero este dolor me trae cosas que aparqué en el fondo de mi mente que no quiero recordar. Si Pablo estuviera aquí, se pondría en mi espalda, pasaría sus dedos por mi pelo, me susurraría palabras de ánimo al oído, sólo oír su voz me tranquilizaría. Pero estoy sola y la mente viaja por caminos perversos deleitándose en mis miedos más profundos.
Vuelvo a tener las mismas sensaciones que en el hospital. Recuerdo el momento en que me puse de pie después de la operación y caminé penosamente hasta el baño. Era la primera vez que me veía en el espejo en muchos días. Un fantasma se agazapaba en él. Los pechos me colgaban, vacíos y sin vida, mi cara era de color gris ceniciento, y luego la cicatriz, una enorme sonrisa púrpura y horrible, en la que se asomaban unos dientes metálicos como un animal que muerde su presa, y su presa era mi propia carne. Y el presagio a muerte que llegaba a ser tangible en mi propio olor. Apenas podía moverme, y escalar el borde de la ducha me provocó sudores fríos. Me agarré al asa metálica de la pared y cerré los ojos luchando contra el mareo. Encontrar a tientas el grifo del agua fue un martirio, pero el agua tibia cayendo por mi cuerpo me alivió. Mi madre me tendió la esponja que llevaba el jabón incorporado y se desintegraba al contacto con el agua. Negué con la cabeza, era incapaz de soltarme del asa. Y mi madre, siempre tan brusca, tan sargento, tan poco cariñosa para todo, tan intolerante para los males ajenos y no apta para aceptar la debilidad en nadie, sin decir palabra, muy suave, fue frotando mi cuerpo con delicadeza. Entonces entendí la dimensión de lo que me había pasado, lo cerca que había estado de morir, volvió a mí la cara de Pablo, desencajada, bañada en lágrimas mientras me llevaban al quirófano, y empecé a llorar lágrimas ardientes, lágrimas de compasión por mí misma, que como la esponja, desaparecían al contacto con el agua.
Otra oleada de dolor. Cierro los ojos e intento no pensar, pero el lobo se cuela en mi mente. Pasé cuatro días sin dormir en el hospital, a excepción de mi siesta de anestesia, blanca, vacía y sin sueños. Un catarro atroz me ahogaba, y en cada tos, sentía que los puntos se iban a abrir, y me convertiría en un torrente de sangre y vísceras. Ni sentada conseguía respirar bien para poder relajarme lo suficiente y dejarme llevar por el sueño. La noche del cuarto día, empecé a soñar despierta. Primero fue el olor, a perro mojado y a orín fuerte. Luego un reflejo de la luz del pasillo en las baldosas del suelo empezó a convertirse en dos ojos brillantes, y una sombra en una cola peluda. Un lobo no es más que un perro, parece un perro, pero lo que brilla en sus ojos le delata, igual que los ojos delatan al loco. Y este venía al olor de mi sangre. “Estoy alucinando” dije en voz baja, pero Pablo dormitaba en la silla, y nadie me oyó. El lobo me acompañó aquella noche. Se subió a los pies de mi cama y se arrebujó entre los pliegues de las sábanas. Me enseñó sus brillantes dientes que goteaban saliva, y supuse que esperaba el momento en que, vencida por el sueño, cerrara los ojos. Lo miré fijamente a sus ojos amarillos durante horas, sin desfallecer. Al final lo vi escapar por el pasillo, buscando otra presa, y por fin, pude dormir.
En el sueño, estaba en la granja de mi abuela. Cogía una cesta de mimbre y la llenaba de maíz desgranado, para alimentar a las gallinas. Estaba esparciéndolo por el suelo, mientras las gallinas se peleaban por él, cuando me daba cuenta que las tripas se me estaban saliendo por la cicatriz, y resbalando al suelo, aunque no sentía dolor alguno. Me apresuraba a guardarlas en la cesta para que no se ensuciaran más, y no las picaran las gallinas, y llamaba a gritos a mi hermana, que me trajera agua limpia para lavarlas de paja y hierba. Recuerdo que estaban viscosas y resbaladizas como peces. Recuerdo también que pensé que habría que llamar a Pablo, que es mucho más ordenado que yo, porque no me veía capaz de volverlas a meter en mi tripa de manera que cupieran. Estaba muy tranquila. Mi hermana trajo un caldero de agua y empezamos a lavarlas a conciencia. Lo que pasa a continuación está difuso. Sé que ya tengo otra vez las tripas dentro y estoy bien cosida, pero discuto agriamente con mi hermana, porque el agua que trajo era del riachuelo, donde hay serpientes y ranas, y ahora, nadando entre mis intestinos tengo un renacuajo, que muy pronto se convertirá en rana dentro de mí, como un ridículo feto que me morderá las tripas y cuando croe haré ruidos de armario viejo.
Vomito en el baño, como era de esperar. Pero el dolor no cesa, y acabo sentada en las baldosas sudando frío, blanca como un folio. “Que se pase, que se pase, que se pase…” pienso con desesperación, mientras, por costumbre, me acaricio la cicatriz. Se ha quedado un borde duro y abultado, un queloide según mi médico, inofensivo, pero nada estético. Es algo poco común en pieles tan blancas como la mía. “No sé de donde lo ha sacado, yo cicatrizo muy bien” y mi madre explica por enésima vez al doctor que se le cayó una sartén de aceite hirviendo en la mano y no se le quedó marca alguna, ni siquiera una leve coloración en la piel. Y yo, que ya no la escucho, divago y recuerdo las manos de mi abuela, después de una vida de trabajar en el campo, tan inconcebiblemente suaves como el melocotón.
Puedo hacerme cirugía estética, pero no lo haré. Prefiero tener la cicatriz que volver a un hospital. Que esté ahí. No quiero olvidarlo. Mi madre no lo entiende, dice que eso es horrible y me desfigura. No discuto. Ya en la intimidad de mi casa, de mi habitación, de mis sábanas, Pablo besa la herida una y otra vez. La riega con sus lágrimas, y me da la sensación que la herida fuera un montón de tierra donde hemos plantado algo, y con tanta humedad al final saldrá una ramita verde, como las de las lentejas en un bote de yogur que cuidaba de pequeña.
“Casi te pierdo”, me dicen sus ojos, porque su boca, llena todavía de espanto, no se atreve a decirlo. Casi me pierdo y el dolor me devuelve a la boca del abismo al que miré a la cara. Todavía hay noches que sueño con el lobo, que despierto con sus aullidos, aferrando el colchón con las uñas tan fuerte que se me agarrotan los dedos.
Y el dolor pasa. Tan brusco que en un principio apenas me lo creo, pienso que es una tregua para que me confíe. Pero no, pasa de verdad, y ya puedo respirar. Lloró lágrimas candentes de alivio que me estremecen. Sonrío. Hoy no soñaré con el lobo.