Rojo
Publicado: 08 Feb 2009 03:55
Me di cuenta de que ya no me importaba al poco tiempo de empezar a conducir. Cuando llevas cientos de semáforos de espera a tus espaldas has tenido mucho tiempo para observar a las personas cruzando los pasos de peatones. Los hay de todos los colores y velocidades, desde jadeantes hombres de negocio trajeados con angustia hasta visionarios que si no aprietas el claxon tendrías que atropellar para hacerles salir de su ensueño. Lo que me hizo reflexionar fue el darme cuenta de las personas que no estrellaban su mirada en esa muralla de escudos de batalla, que son los feroces faros de los coches modernos y sus morros agresivos, sino los que miran a los que se encuentran en su interior y gobiernan la máquina. En realidad, fue la diferencia entre unos y otros. Solamente los que saben conducir o la gente con un miedo atroz cuyo origen no podrán descubrir jamás, son los atraviesan el cristal y clavan su mirada en los conductores. Los niños los ven al cruzar, para ellos no entramos en su campo de acción, no somos parte de su mundo, sino fantasmas que nunca llegaremos a poder ser vistos ni oídos. No somos importantes, no estamos ahí y nuestra presencia no importa nada. La infancia son los coches de juguete, vacíos de gente, y sus colores brillantes.
Yo, antes, cuando él pasaba a mi lado no podía evitar guardar silencio durante unos instantes. Sentía que su campo gravitatorio de una u otra forma, modificaba la órbita de mis pensamientos, mis mareas subían y los días pasaban deprisa en unos segundos, grabados por una cámara de crepúsculos acelerados. Fuera en la cafetería, en los pasillos que comunicaban nuestros despachos, a la entrada del edificio, yo guardaba silencio, hacia fuera o hacia dentro. Evidentemente, a veces, otros lo notaban y yo eludía las preguntas lanzando las palabras tensadas en mi interior durante esos instantes contra mi acompañante, sin darle tiempo a reaccionar y siguiendo con el tema anterior o uno nuevo para obnubilar su mente.
Así pasaron unos meses, en los que hablaba con él de trivialidades laborales o de las vicisitudes habituales de los compañeros de trabajo, que todos podemos poner en práctica cuando en realidad estamos callados. Inconscientemente fue reuniendo varios factores que le provocaban inquietud, supongo que el más notable eran mis silencios hacia fuera, los que se escuchan con las orejas y a la luz del día y no con el cerebro entre sueños. Quizá ese fue el resorte que le hizo ser consciente de su efecto en mí, las conversaciones con terceros interrumpidas siempre en su presencia.
Los meses pasaron y sin más razón que la deshidratación del deseo, la sensación fue haciéndose cada vez más débil hasta desaparecer. Nada trágico, nada por lo que llorar. La lógica natural se impuso, y es que las emociones mueren desnutridas lentamente, se hacen cada vez más transparentes y finas igual que la piel de un preso de guerra siempre alimentado con patatas.
Él no sabía conducir, era más joven que yo y por la razón que fuera: tiempo, dinero, interés, necesidad... no había necesitado o querido ponerse al volante. No sabía nada pasos de peatones ni de coches de colores brillantes, pero pudo entender que ya había dejado de importarme. Cuando pasaba a su lado mi silencio no lo miraba a través del cristal, fijamente, sino que se escondía y perdía fuerzas e interés. Fue entonces, cuando me escuchó detalles y tonos que no había conocido antes, cuando descubrió mi humor seco y corto, el placer que siento al cocinar las mañanas de los sábados, al beber un buen whisky o el del vaivén de un velero bajo mis pies. Rejuvenecí día tras día, volví a ser de nuevo una niña que cruzaba las calles corriendo y sin mirar a los lados. Él callaba y miraba el semáforo en rojo.
Yo, antes, cuando él pasaba a mi lado no podía evitar guardar silencio durante unos instantes. Sentía que su campo gravitatorio de una u otra forma, modificaba la órbita de mis pensamientos, mis mareas subían y los días pasaban deprisa en unos segundos, grabados por una cámara de crepúsculos acelerados. Fuera en la cafetería, en los pasillos que comunicaban nuestros despachos, a la entrada del edificio, yo guardaba silencio, hacia fuera o hacia dentro. Evidentemente, a veces, otros lo notaban y yo eludía las preguntas lanzando las palabras tensadas en mi interior durante esos instantes contra mi acompañante, sin darle tiempo a reaccionar y siguiendo con el tema anterior o uno nuevo para obnubilar su mente.
Así pasaron unos meses, en los que hablaba con él de trivialidades laborales o de las vicisitudes habituales de los compañeros de trabajo, que todos podemos poner en práctica cuando en realidad estamos callados. Inconscientemente fue reuniendo varios factores que le provocaban inquietud, supongo que el más notable eran mis silencios hacia fuera, los que se escuchan con las orejas y a la luz del día y no con el cerebro entre sueños. Quizá ese fue el resorte que le hizo ser consciente de su efecto en mí, las conversaciones con terceros interrumpidas siempre en su presencia.
Los meses pasaron y sin más razón que la deshidratación del deseo, la sensación fue haciéndose cada vez más débil hasta desaparecer. Nada trágico, nada por lo que llorar. La lógica natural se impuso, y es que las emociones mueren desnutridas lentamente, se hacen cada vez más transparentes y finas igual que la piel de un preso de guerra siempre alimentado con patatas.
Él no sabía conducir, era más joven que yo y por la razón que fuera: tiempo, dinero, interés, necesidad... no había necesitado o querido ponerse al volante. No sabía nada pasos de peatones ni de coches de colores brillantes, pero pudo entender que ya había dejado de importarme. Cuando pasaba a su lado mi silencio no lo miraba a través del cristal, fijamente, sino que se escondía y perdía fuerzas e interés. Fue entonces, cuando me escuchó detalles y tonos que no había conocido antes, cuando descubrió mi humor seco y corto, el placer que siento al cocinar las mañanas de los sábados, al beber un buen whisky o el del vaivén de un velero bajo mis pies. Rejuvenecí día tras día, volví a ser de nuevo una niña que cruzaba las calles corriendo y sin mirar a los lados. Él callaba y miraba el semáforo en rojo.