Abuelita
Publicado: 25 Oct 2007 23:00
A finales de verano, la abuela Ana se puso muy enferma. Sus tres hijos, Andrés, Laura y Guillermo, al verla en la cama del hospital, sintieron una pena enorme. Aquella anciana regordeta de 76 años, la que siempre tenía un sonrisa apacible en el rostro. Verla conectada a una máquina, con tubos saliendo de sus brazos y su estómago, era horrible.
Durante dos semanas estuvieron pegados a ella, turnándose, preocupándose, llorando y asumiendo lo que vendría a continuación. A pensar en cosas en las que nadie quiere pensar, como funerales, entierros, misas, velatorios. Gente a la que llamar. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Sin embargo, no volvió a levantarse de la cama. Estaba condenada a ser atendida por sus familiares lo que le restaba de vida. Postrada, prácticamente inmovil. Con los ojos vidriosos y brillantes, y repletos de vida. Y sobre todo, con esa sonrisa. Sus nietos fueron creciendo, acostumbrados ya a la imagen de la abuela en la cama. La que les contaba cuentos pasó a ser la que escuchaba sus problemas, sus primeros amores, sus peleas. Les daba consejos y siempre, su voz tranquilizadora, les calmaba y les servía de ancla.
Pero pasaron algunos años, y la abuela Ana volvió a enfermar.
Era serio. Algo de lo que no se suele salir con vida. Ahí estaban de nuevo sus hijos, en el hospital, al pie de la cama, esperando, velando, en tensión y alertas para tender la mano cuando llegara el momento. La abuela Ana, a sus 86 años, con la tez cenicienta y con la voz apagada, les daba ánimos. No lloreis, he vivido y he tenido tres hijos maravillosos. Me voy de aquí con el corazón lleno de felicidad. Con lágrimas en los ojos, con la calma de saber qué es inevitable, los hijos pensaron en hacer esas cosas que a nadie apetece hacer. Llamaron a gente. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Aquella enfermedad no pudo con ella. Los hijos se abrazaron, emocionados, fundidos en un solo ser, con sus corazones latiendo como uno sólo. Su madre vivía, era un regalo del cielo. La abuela Ana derramó tambien sus lágrimas, emocionada ante sus hijos.
Los nietos siguieron creciendo, y algunos engendraron bisnietos. Cuando se los presentaban a la abuela Ana en su cama, ésta cogía delicadamente con su mano pequeña y llena de manchas las manitas de los bebés, y les besaba en las mejillas. A veces se emocionaba de esa forma sincera en la que se emocionan los ancianos. Como si sólo vieran lo que hay de hermoso en el mundo.
Pasaron los años, y uno de los hijos, Guillermo, tuvo un infarto. Murió.
La familia entera se reunió para despedir al menor de los hermanos. La abuela Ana, en su estado no pudo asistir al funeral, no pudo despedirse de su hijo como ella habría querido, pero no dejó de pensar en él durante semanas. Se aferraba a sus recuerdos, hablaba con el ausente, a veces discutía con él como si estuviera en la misma habitación, a los pies de su cama. Es duro sobrevivir a un hijo.
Y volvieron a pasar más años. La abuela Ana, desde su cama, sin haber perdido ni su inteligencia ni su sabiduría, seguía pasando los momentos más felices en compañia de sus hijos, de sus nietos, y de sus bisnietos. Le gustaba contar historias, y no siempre se repetían. Alguno de sus nietos pensaba que se la inventaba, porque no creía que nadie pudiera tener experiencias tan distintas y tan interesantes.
La abuela Ana, a sus 103 años, volvió a enfermar. Laura y Andrés, cabizbajos en uno de los pasillos del hospital, hablaron de repartirse el papeleo. Habría que volver a llamar a gente. Esta vez de verdad. La abuela Ana se va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Esta vez las muestras de alegría fueron más comedidas. Los nietos y los bisnietos se alegraron, pero los hijos empezaron a reprocharse cosas. Te toca encargarte a tí de ella. Yo la tuve en casa todo el año pasado. Es asunto tuyo. Es cosa tuya.
La abuela Ana, minúscula, encogida en su cama, y recuperada, era ajena a todo ésto. Pero sobre todo se sentía feliz de seguir viviendo. Su hijo Andrés murió al cabo de un año, porque ya era anciano. Su hija Laura, duró algo más, tres año y medio. A ninguno de los dos funerales pudo asistir la anciana. La pena fue grande, pero el tiempo disimula las heridas, y la vida sigue su curso.
Y la abuela Ana no moría.
Pasaron los años, las enfermedades, los bisnietos engendraron tataranietos, la abuela iba de un hogar para otro, con la mente lúcida, con la sonrisa beatífica en el rostro, con la tranquilidad de alguien que estaba por encima de todo.
Y tras tantos años, los nietos eran ya ancianos. Empezaron a morir, poco a poco.
Y entonces entendieron que la abuela Ana no iba a morir nunca.
Con una sonrisa, la abuela Ana recibió a toda su familia y les comunicó lo siguiente:
"Que sepais que os voy a sobrevivir a todos, hijos de puta"
Y se rió la muy cabrona.
Durante dos semanas estuvieron pegados a ella, turnándose, preocupándose, llorando y asumiendo lo que vendría a continuación. A pensar en cosas en las que nadie quiere pensar, como funerales, entierros, misas, velatorios. Gente a la que llamar. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Sin embargo, no volvió a levantarse de la cama. Estaba condenada a ser atendida por sus familiares lo que le restaba de vida. Postrada, prácticamente inmovil. Con los ojos vidriosos y brillantes, y repletos de vida. Y sobre todo, con esa sonrisa. Sus nietos fueron creciendo, acostumbrados ya a la imagen de la abuela en la cama. La que les contaba cuentos pasó a ser la que escuchaba sus problemas, sus primeros amores, sus peleas. Les daba consejos y siempre, su voz tranquilizadora, les calmaba y les servía de ancla.
Pero pasaron algunos años, y la abuela Ana volvió a enfermar.
Era serio. Algo de lo que no se suele salir con vida. Ahí estaban de nuevo sus hijos, en el hospital, al pie de la cama, esperando, velando, en tensión y alertas para tender la mano cuando llegara el momento. La abuela Ana, a sus 86 años, con la tez cenicienta y con la voz apagada, les daba ánimos. No lloreis, he vivido y he tenido tres hijos maravillosos. Me voy de aquí con el corazón lleno de felicidad. Con lágrimas en los ojos, con la calma de saber qué es inevitable, los hijos pensaron en hacer esas cosas que a nadie apetece hacer. Llamaron a gente. Mamá está muy mal. La abuela Ana va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Aquella enfermedad no pudo con ella. Los hijos se abrazaron, emocionados, fundidos en un solo ser, con sus corazones latiendo como uno sólo. Su madre vivía, era un regalo del cielo. La abuela Ana derramó tambien sus lágrimas, emocionada ante sus hijos.
Los nietos siguieron creciendo, y algunos engendraron bisnietos. Cuando se los presentaban a la abuela Ana en su cama, ésta cogía delicadamente con su mano pequeña y llena de manchas las manitas de los bebés, y les besaba en las mejillas. A veces se emocionaba de esa forma sincera en la que se emocionan los ancianos. Como si sólo vieran lo que hay de hermoso en el mundo.
Pasaron los años, y uno de los hijos, Guillermo, tuvo un infarto. Murió.
La familia entera se reunió para despedir al menor de los hermanos. La abuela Ana, en su estado no pudo asistir al funeral, no pudo despedirse de su hijo como ella habría querido, pero no dejó de pensar en él durante semanas. Se aferraba a sus recuerdos, hablaba con el ausente, a veces discutía con él como si estuviera en la misma habitación, a los pies de su cama. Es duro sobrevivir a un hijo.
Y volvieron a pasar más años. La abuela Ana, desde su cama, sin haber perdido ni su inteligencia ni su sabiduría, seguía pasando los momentos más felices en compañia de sus hijos, de sus nietos, y de sus bisnietos. Le gustaba contar historias, y no siempre se repetían. Alguno de sus nietos pensaba que se la inventaba, porque no creía que nadie pudiera tener experiencias tan distintas y tan interesantes.
La abuela Ana, a sus 103 años, volvió a enfermar. Laura y Andrés, cabizbajos en uno de los pasillos del hospital, hablaron de repartirse el papeleo. Habría que volver a llamar a gente. Esta vez de verdad. La abuela Ana se va a morir.
Pero la abuela Ana no murió.
Esta vez las muestras de alegría fueron más comedidas. Los nietos y los bisnietos se alegraron, pero los hijos empezaron a reprocharse cosas. Te toca encargarte a tí de ella. Yo la tuve en casa todo el año pasado. Es asunto tuyo. Es cosa tuya.
La abuela Ana, minúscula, encogida en su cama, y recuperada, era ajena a todo ésto. Pero sobre todo se sentía feliz de seguir viviendo. Su hijo Andrés murió al cabo de un año, porque ya era anciano. Su hija Laura, duró algo más, tres año y medio. A ninguno de los dos funerales pudo asistir la anciana. La pena fue grande, pero el tiempo disimula las heridas, y la vida sigue su curso.
Y la abuela Ana no moría.
Pasaron los años, las enfermedades, los bisnietos engendraron tataranietos, la abuela iba de un hogar para otro, con la mente lúcida, con la sonrisa beatífica en el rostro, con la tranquilidad de alguien que estaba por encima de todo.
Y tras tantos años, los nietos eran ya ancianos. Empezaron a morir, poco a poco.
Y entonces entendieron que la abuela Ana no iba a morir nunca.
Con una sonrisa, la abuela Ana recibió a toda su familia y les comunicó lo siguiente:
"Que sepais que os voy a sobrevivir a todos, hijos de puta"
Y se rió la muy cabrona.