Relatos de LunaOskura y algún poema

La editorial asocial, desde la mas inmunda basura hasta pequeñas joyas... (En obras)
Avatar de Usuario
Merodeador
Mojahedín
Mensajes: 856
Registrado: 17 Mar 2004 01:18

YO SOY

Mensaje por Merodeador »

Estos son del Yo soy que promovió Dolordebarriga:






Yo soy I



Yo soy Francesca Damiani.

Vivo en Rio de Janeiro, Brasil, aunque soy originaria de Italia.

Trabajaba como cirujano en un gran hospital de Milán, hasta que un día, por fortuna o por desgracia, me ofrecieron un puesto mejor pagado, en otro gran hospital, de otro país. Me trasladé y ya llevo 4 años viviendo en Rio.

Este hospital es muy diferente al otro dónde trabajaba. Aquel era un edificio de la vida, este es un edificio de la muerte. Así lo llamo yo.

La empresa para la cual trabajo no consta en los registros del Estado, ni en las guías de teléfonos. Físicamente no existimos.

Las únicas normas que rigen aquí, y que juré acatar cuando llegué, son: hacer lo que se te mande, no preguntar nunca y mantener la boca cerrada. A cambio, cada tres meses, mi cuenta bancaria aumenta considerablemente.

Al año desaparecen centenares y centenares de personas en Brasil. Asesinatos, perdidas de identidad, fugas, un largo etc. La mayoría de estos desaparecidos no tienen nombre, no tienen rostro y nadie los va a echar en falta. Esos son los que nos interesan. Y de esa mayoría, la gran parte son niños de la calle, así los llaman. Hijos de nadie.

No debería hablar de desaparecidos, sino más bien de secuestrados.

En un principio me costó mucho asimilar que yo soy de las pocas personas que ven sus rostros con vida antes de pasar a ser borrados definitivamente de la memoria del Mundo. Ahora ya he perdido los pocos escrúpulos que tenía, he dejado de hacerme preguntas y de compadecerlos. Ya no veo personas, veo pulmones, hígados, riñones, corazones...

No sé de dónde vienen, ni quién se encarga de encontrarlos, ni qué hacen con sus cuerpos una vez que han pasado por mi quirófano. No me importa. Yo solo me encargo de abrir la ventana a sus interiores, ver que es lo que se puede aprovechar y extraerlo. Ni más ni menos.

Ahora traen a uno. Ya tengo el quirófano preparado. Será mejor que me dé prisa en cambiarme. En estas cosas debemos ser rápidos. Los órganos, y los compradores de estos, no pueden esperar.

Mientras me pongo mis guantes de latex, miro mi muñeca desnuda y pienso en que ya es hora de cambiar mi rolex de oro.







Yo soy II



Yo soy Marcelo Rodrigo Fuentes.

Vivo en Bogotá, Colombia.

Ayer por la mañana me encontraba en la calle Santa Cruz, en pleno centro de la ciudad, viendo como se desangraba mi hermano a causa de unos balazos en el pecho.
Estábamos paseándo cuando un coche se paró ante nosotros, asomó un cañon por la ventana del copiloto, mi hermano me empujó y caí al suelo. Luego cayó él, dejándo un rastro de sangre en el aire.
Lloré sobre su cuerpo, a pesar de que si él hubiera estado allí me habría dado un cachetazo y me habría dicho: ¡Eres un débil!

Es el precio de la cocaína y el dinero.

Ahora estoy en las afueras de Bogotá, en una de las zonas adineradas del país, tras los muros de un chalet adosado con piscina. Allí dentro se encuentra, tranquilo, el perro que mandó matar a mi único hermano.
Ahora yo soy el dueño del negocio, no debo ser débil.
Cinco hombres armados me acompañan. Ellos acatarán el honor de mi familia como si fuera suyo, llevarán la venganza hasta sus últimas consecuencias.

Asaltamos la estructura. Caen dos hombres por la entrada norte del edificio, uno más por la entrada sur. No queda nadie afuera.

Las noches en Bogotá son irrespirables. Las gotas de sudor me caen desde la frente lentamente hasta la barbilla y siguen su curso cuello abajo. Estoy nervioso.

De unos grandes ventanales, en la parte trasera, asoma incauta la luz. Escrudriñamos hacia el interior. Ahí está, ajeno a nuestra presencia, sentado en un sofá con grandes cojines, acompañado de dos jovencitas. Lo veo reír y me causa naúseas.

Dentro debe de haber más hombres. Caeran en cuanto entremos.

Nos repartimos según lo previsto.

En dos minutos me encuentro en pleno salón, rodeado por mis hombres, apuntando hacia el hijo de puta de Héctor Fernandez. Me acerco desafiante hacia él, pistola en mano.
Las chicas gritan, están muy asustadas. Les hago un gesto para que se marchen.

Poso el cañón de mi arma sobre su frente. Me está hablando. No le oigo. Solo escucho el latido de mi corazón. Siempre me pasa antes de matar a una persona. Yo nunca quise esto para mi. Algún día dejaré el camino de la delincuencia, pero es lo único que he conocido. Parece que cierro los ojos y sueño con un mundo en dónde la corrupción y la sangre no son el pan de cada día. Un mundo en dónde mi familia todavía existe y vive en paz. Un mundo en donde mi hijo sale a la calle a jugar tranquilamente. Este cabrón también tendrá hermanos, pero no sé si soñará con un mundo mejor. Aprieto el gatillo. Los grandes cojines blancos están ahora manchados de rojo visceral y masa gris. Mis hombres rien, yo no.

Pienso en si moriré alguna vez de la misma manera.
Afinador de cisternas

Avatar de Usuario
Merodeador
Mojahedín
Mensajes: 856
Registrado: 17 Mar 2004 01:18

Era el mismo viento

Mensaje por Merodeador »

Era el mismo viento



Era el mismo viento, que alejaba las consumidas caladas de su cigarrillo, el que le traía en susurros su nombre. Alzó la vista al cielo despejado. Hacía unas horas que había oscurecido, y las estrellas poblaban ya el firmamento. La luna estaba más llena que nunca, y su aro de luz resplandecía opaco allí en lo alto.
Siempre había pensado que la luna es la soledad personificada, tan bella y hermosa, y tan sola y melancólica a la vez.
Acto seguido sonó el teléfono, apuró el cigarro y lo dejó caer al vacío.

Era él, aquel que llegaba a su oído en suaves ráfagas de aire, aquel que radiaba de luz y nublaba en tinieblas sus pensamientos. Su cita seguía en pie, así que colgó el teléfono y se apuró a terminar los preparativos.
Sentada frente al espejo mimó hasta el último detalle de su cara y de su cuerpo. Esta era la única vez que se vestía y se pintaba para un hombre. Había tenido muchos amantes, y nunca se había embellecido para ninguno de ellos... sólo por y para ella. Este, este era distinto.

La hora de su encuentro se acercaba. Y a cada movimiento de reloj se sentía marchitar más y más. El ansiado, y a la vez evitado, encuentro.
El olor a cena inundaba ya el apartamento. Sonó el timbre de la casa. Y corrió a encender las velas que adornaban la mesa. Abrió la puerta, y ante sus ojos vio aparecer al ser más perfecto que pisara la Tierra. Tan real y tan lejano. Lo saludó y lo hizo pasar.

Ya sentados a la mesa, disfrutó cada sonrisa y cada mirada como nunca antes había saboreado. Y con cierto aire de tristeza deseó que lo que conocemos como tiempo se parará, dejándolos en una burbuja eterna y despreocupada.

La música, que ella había estudiado y seleccionado para tal ocasión, llegaba a su fin. La velada había superado con éxito sus expectativas. Y, con lo más incierto de su sentimiento, lo guió hasta su dormitorio.

Allí decidió dejar el alma volar, olvidar por momentos sus pesares. Como un Horacio moderno, dirigiéndose a Leuconome, se oyó a sí misma decirse “Carpe diem, carpe diem”.

Rozando su cuerpo con aquel ser ardiente, notó que su carne fría se tornaba cálida como un paisaje de otoño, y que cobraba la vida que una vez tuvo. Habían pasado tantos años desde la ultima vez que se había sentido viva, que su mente había archivado aquellos momentos en lo más hondo de su memoria, haciéndole creer que lo que una vez vivió fue una ligera y confusa vigilia durante la noche.
Alejó cualquier pensamiento y se dedicó de entero a aquel cuerpo que buscaba con ansias la lujuria.

Comenzó con movimientos suaves, paseando sus carnosos y húmedos labios por cada centímetro de piel, apretando sus pechos grandes y firmes contra aquel que llegaba en susurros, rozando con sus pezones erectos esa escultura humana que se presentaba, poderosa, ante ella.
Poco a poco el frenesí se transformó en un vórtice sin final, en el cual quedaron atrapados. Y en el momento justo en el que él iba a desembocar en lo más profundo de las marismas, ella tomó consciencia, y comprendió que el principio del fin tocaba su hora.

Sin darse apenas cuenta se vio posando su boca sobre el cuello palpitante de aquel que tanto amaba. Amor, pensó, esa palabra le era tan familiar y distante a la vez. Sintió el bienestar de un regresar a casa después de un largo viaje y una eterna ausencia.
Lo mordió tan fuerte que la sangre brotó como un chorro de agua fresca de manantial. El torbellino de pulsaciones que sintió en aquella anatomía fue tan grave, que debió sacar la mayor de sus fuerzas para aprisionar el vendaval que se debatía bajo sus manos. Y mientras la esencia mortal de ese ser caía como un borgoña derramado sobre una copa de fino cristal, una gota translúcida rodó desde lo más hondo de su pupila... con ella, el último resquicio de vida humana a la que una vez había pertenecido.

Después de una tensión muscular apreció cierta rigidez, soltó a su presa, y la dejó caer pesadamente sobre la cama.

Ya nada la ataba a este mundo. Con él había dejado escapar el fino hilo que la conectaba con el universo conflictivo de lo mortal.
Se odió a sí misma, odió su naturaleza, y odió todo lo que tenía relación con ella. No había vuelta de hoja, así que con cierto aire de resignación, se paró y se dirigió a una pequeña mesa de estudio que quedaba en absoluta penumbra a un lado de la habitación. Se envolvió en una bata de seda negra, y se sentó a dar los últimos retoques a un calidoscopio que había estado confeccionando en las últimas semanas.
Con la luz del día se verá hermoso, pensó.
Los mismos rayos de sol que una vez la dejaron de cobijar, serían los encargados de darle una segunda y definitiva despedida.

Ya cuando empezó a clarear, y una suave luz inundaba el cuarto, el cilindro de cristales multicolor estaba acabado. Se dispuso en el borde de la cama que daba a los grandes ventanales. Ahora las cortinas estaban desplegadas, y las persianas altas. Alzó el tubo, y lo giró lentamente, observando con suma atención la combinación de colores y formas que se arremolinaban en aquel agujero.

En ese momento recordó una escena, una corta secuencia de vieja película ya olvidada. Se veía de niña en un parque, junto a su madre, riendo bajo un fuerte sol de verano. Tenía un calidoscopio en sus manos, y reía feliz mientras lo hacía girar frenéticamente. La risa y las carcajadas se fueron desvaneciendo en el ambiente, quedando en ecos lejanos, y seguidamente ahogados en el más abrumador de los silencios. Las imágenes se difuminaron y sintió caer vertiginosamente en un abismo ciego.

Ni la más aguda de las vistas hubiera podido captar lo que ocurrió acto seguido. De una cortina invisible apareció una mano masculina que la tomó con firmeza de la muñeca, arrastrándola hacia otro universo desconocido y dejando atrás dos cuerpos inertes yaciendo juntos sobre una cama, y un montón de cristales rotos sobre el suelo.
Afinador de cisternas

Cerrado