Quiero defender las compresas.
Pero no las de ahora, sino las de antes. Las compresas de verdad, sí. Esas monstruosidades color crema. Las que eran de un par de centímetros de grosor. Esas que no tenían chorradas de alas, ni forma de tanga, y no olían a nubes ni a niños muertos.
Una buena mujer, de amplias caderas, una buena criadora, podía confiar en que aquella especie de pañal sin elasticos que se ponía cada mañana, iba a soportar impávidamente todo ese torrente de regla, esa cascada escarlata que abundantemente fluiría entre sus muslos a lo largo del día.
Esa mujer, práctica y experimentada, no pensaría ni por un momento en sustituir su protección personal por un minúsculo trozo de gasa, ni en penetrar su flor con una bala de tela con un cordón. No, esa mujer tiene una MORAL, una capacidad de deyección de plasma sanguíneo en su entrepierna, y estrógenos a carretillas. Esa mujer no piensa en el jodido olor de las nubes, ni viaja con la zorra anoréxica de Silke, ni oye el retumbante sonido de un tumor canceroso en su cerebro. Es una mujer de verdad, tiene la figura de una diosa de la fertilidad, y trabaja a destajo diez horas diarias para mantener a su familia.
Se llama Juana.
Juana no confía su aseo personal y diario a un montón de zorras ligeras de ropa que salen en la tele poniendose boca abajo. ¿Quién en su sano juicio lo haría? Su madre le dio importantes lecciones, que pasaban de generación en generación, como la información de su adn mitocondrial, pero eso no viene al caso. Una sucesión de leyes ocultas y secretas, inaccesibles a los hombres, que avivaban el misterio de lo femenino. Juana no entendía la espiral de indecencia de los tiempos modernos, donde las niñas, en lugar de guardar celosamente su flor, se empeñaban en marchitarla en callejones oscuros, con tipejos vestidos con trajes baratos, peinados con tupés pasados de moda o engominados, y apestando a tabaco y alcohol. Juana no entendía eso. Habíase perdido la emoción del amor puro y virginal, así como las sanas costumbres de unos tiempos más limpios y morales.
Ella, que cuando era niña, recorría cinco kilómetros para llegar al río, donde recogía el agua necesaria para el aseo y la cocina en unas enormes cántaras, se sentía triste al ver toda esa muchedumbre caótica, follando en las calles, vomitando en las tumbas de sus padres, drogándose las venas con venenos. Todo eso era malo, juraba ante el jarrón donde reposaban las cenizas de su bisabuela. Malo.
Pero lo peor de todo eran las niñas y sus tampones. Qué hijas de puta eran todas.
Juana llora en su cabaña cada vez que ve un anuncio de tampones.
Cabronas, hijas de puta.